Elefante blanco

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Una narración poderosa y una gran ambientación en el nuevo film de Trapero

En la portentosa secuencia inicial (previa incluso a los créditos), vemos cómo el padre Julián (Ricardo Darín) es sometido a una tomografía en la cabeza; cómo ese mismo cura viaja a Bolivia para rescatar en plena selva a un colega belga, Nicolas (Jérémie Renier), en medio de una matanza de indígenas por parte de narcotraficantes, y cómo ambos terminarán juntos compartiendo un duro trabajo social en las villas porteñas (el film se rodó en la Villa 31 de Retiro y en el edificio del título en la Villa 15 de Lugano).

En esos primeros minutos están sintetizados el tono, el espíritu y las búsquedas de Elefante Blanco , una película que trasciende sus limitaciones (que las tiene) con una puesta en escena impecable, una narración poderosa y una ambientación siempre convincente.

El cine de Trapero ha puesto desde el principio el foco en las contradicciones del entramado social (basta recordar desde Mundo grúa hasta Carancho , pasando por El bonaerense o Leonera ), pero nunca había explorado con tanta profundidad la marginación, la violencia, los efectos del narcotráfico y el trabajo de los curas villeros en ese desolador contexto.

Lo primero que hay que decir es que Trapero elude la porno-miseria, el paternalismo y la estilización de la violencia en la línea de películas de proyección internacional como Ciudad de Dios . Prefiere, en cambio, un relato más clásico, en el que se destaca el aprovechamiento de las locaciones mediante un virtuoso trabajo de largos planos-secuencia que siguen a los personajes por los vericuetos del inmenso edificio abandonado y por los intrincados pasillos que rodean a las precarias construcciones de las villas.

Puede que los tres protagonistas no tengan esta vez la complejidad ni los matices de otros films de Trapero (el padre Julián que Darín encarna con su habitual solvencia tiene algunas ocasionales y mínimas dudas, pero es "casi" un santo; la asistente social que interpreta Martina Gusman no tiene el desarrollo de sus papeles previos, y, así, es Renier quien saca mayor provecho de un personaje que va creciendo con el correr del relato), y puede también que el sentido homenaje al padre Carlos Mugica resulte demasiado obvio y explícito, pero el director trasciende esos y otros esquematismos con una pintura social, un fresco construido con los mejores recursos cinematográficos.

La labor pastoral en medio de una sangrienta guerra de narcos que tiene incluso a niños y adolescentes como víctimas, las tensas relaciones con las autoridades políticas y policiales, y las diferencias entre los curas de base y la jerarquía eclesiástica son algunos de los aspectos que Trapero y sus coguionistas (los creadores de El estudiante y Los salvajes ) abordan durante las casi dos horas del film.

Es cierto que algunos elementos de la trama (las contradicciones íntimas, la culpa, la impotencia, el cansancio, la ira, el sufrimiento, la tensión sexual) están más "explicados" por los diálogos o imágenes demasiado explícitas que trabajados con pudor, con ductilidad o mediante la construcción de climas.

Trapero, queda claro, apostó aquí por la urgencia, la visceralidad, la fuerza de las imágenes. Y, en ese sentido, cada uno de sus planos tiene una potencia, una convicción, una carga emotiva que arrasan con cualquier cuestionamiento "intelectual". Es de agradecer, por lo tanto, que un director de su jerarquía -y con una frecuencia entre película y película que nunca supera los dos años- vaya siempre por más, con audacia, con rigor y, por supuesto, con talento.