Elefante blanco

Crítica de Amadeo Lukas - Revista Veintitrés

Ningún elefante de ningún color forma parte de las imágenes de este poderoso, avasallante, descarnado último film de Pablo Trapero. El paquidermo al que hace referencia el título es un enorme edificio enclavado en La villa 31, rebautizado así por sus ocupantes. Lo que sesenta años atrás iba a ser el hospital más grande y moderno de Latinoamérica –otro proyecto fagocitado por una urbe desconcertante-, se convierte aquí en el epicentro de una trama tan angustiante como imprescindible. Ambientada en una porción céntrica de esta ciudad desmesurada que ya hace tiempo tiene sus propias favelas nacionales, ex villas, el film focaliza también en las facetas humanas y entrañables que conviven entre la desolación y la brutalidad, tanto interna como externa (la policial y la discriminación de las clases privilegiadas).

Elefante Blanco está protagonizada por un actor que jamás rueda una película sin un piso de calidad indispensable, Ricardo Darin, y eso se aprecia con creces en esta nueva obra del realizador de El bonaerense, un cineasta aún joven que desde Mundo grúa dejó sentadas las bases de un cine crudo, comprometido y sin sentimentalismos, pero humanista en su condición más esencial.

Con Leonera quizás alcanzó su punto estético y narrativo más alto, pero ahora con Elefante Blanco extrema sus valores expresivos al máximo. La historia engloba a dos curas tercermundistas seguidores del Padre Mugica -claramente homenajeado en la película- y una asistente social trabajando sin descanso en un ámbito feroz y perturbador. Quizás en el meollo de la trama y más aún en el desenlace asome algún cabo suelto, pero aún así la última imagen es absolutamente clara y significativa y el director logra en general un film sin concesiones y con una verosimilitud cinematográfica por momentos conmocionante.

El trío protagónico se complementa a la perfección, destacándose la emocionalidad y sensibilidad del belga Jérémie Renier, al lado de unas impecables y a la vez dosificadas caracterizaciones de Martina Gusman y Darín, todo enmarcado por las expansivas partituras del gran Michael Nyman.