El viaje más largo

Crítica de Cecilia Martinez - Función Agotada

Qué bella es la mierda

La perfección no siempre es buena o atractiva. Si bien, a simple vista, puede parecer tentadora, suele ser abúlica, aburrida, sin gracia. Aquellos que aspIran a la perfección (física, de espíritu, vincular, cinematográfica) suelen caer en esa abulia y convertirse en personas poco interesantes, con una cosmovisión acotada y perezosa. Embarrarse un poco en la mierda (no precisamente la mierda de un pequeño charco en una enorme chacra que luego justifique el desnudo y la posterior fornicación, si no la mierda que alguien dejó en la calle y que vos pisaste, patinando y cayendo al piso sobre ella y sobre el charco de agua podrida de la bocacalle) es necesario para forjar un carácter, una mIrada interesante sobre el mundo.

Nicholas Sparks suele dividir sus historias en dos. A veces se trata de la misma historia en dos tiempos distintos (Diario de una Pasión), otras veces, de dos historias que se espejan, se reflectan y se alimentan mutuamente (El Viaje más Largo). En cualquier caso, hay un ir y venir de y hacia el presente y el pasado, mostrando el tiempo pretérito como una suerte de fresco, de fotografía amarillenta amarronada, con ese aire de paso del tiempo, de nostalgia y felicidad por lo vivido. Pero ambos tiempos se juntan, se tocan, como dos líneas paralelas que en el infinito se terminan encontrando y creando algo nuevo, casi perfecto.

El Viaje más Largo (The Longest Ride) tiene como protagonistas de sus historias a Luke (Scott Eastwood), Sophia (Britt Robertson) y Ira (Alan Alda), por un lado, y a Ira joven (Jack Huston) y Ruth (Oona Chaplin), por el otro. El mensaje, en ambos tramos, es más o menos el mismo: para construir una pareja hay que ser tolerante, comprensivo, no intentar cambiar al otro, ceder y amarse con locura.

Ambas historias comparten algunos puntos: los integrantes de las parejas provienen de mundos distintos; a las chicas les gusta el arte y vienen de familias más bien acomodadas; los muchachos son más pueblerinos o campechanos, sin ningún interés en el arte más que la fascinación de verlas a ellas admIrando esas piezas. Un poco lo que pasaba con Diario de una Pasión. Chica medio adinerada, culta, de clase media-alta meets chico simplón, trabajador y sacrificado.

Y las historias se tocan cuando Ira grande, viejo y cansado (tener a Alan Alda es como tener un ancla bien clavada en arena firme; Alda aporta esa serenidad y ese toque humorístico que reconforta a la vez que hace que la película se mueva en aguas confortables y sosiegas) conoce a Luke y Sophia, quienes lo salvan de un accidente de auto. Lo que se da a partir de ese momento es la lectura de las cartas que Ira le escribió a Ruth (y la vuelta al pasado), estando ella viva, con el solo pretexto de narrar su amor, su historia, sus vicisitudes, la vida compartida. Y, por qué no, para acercar a la nueva parejita que aún no está del todo afianzada. La historia de Ruth y Ira funciona como correlato en tiempo pasado de la historia de Luke y Sophia, ambas signadas por alguna pequeña falla (por decirlo de alguna forma) de alguno de los integrantes y la aceptación de esa situación por parte del otro.

Sin embargo, hay una idea de perfección que la película instala y que se contradice con esa moralina que intenta construir relacionada con la aceptación del otro, la tolerancia y el ceder. Porque ninguna de las dos historias presenta un conflicto demasiado complejo como para justificar la premisa. Tal vez sí lo presente la pareja número 1, la de Ira y Ruth, que no pueden tener un hijo (Ira fue herido durante la guerra y la lesión le causó algún tipo de daño a nivel reproductivo), lo cual le provoca a Ruth una gran frustración.

Nicholas Sparks suele dividir sus historias dos tiempos distintos (Diario de una Pasión) u otras veces en de dos historias que se espejan, se reflectan y se alimentan mutuamente (El Viaje más Largo).

Ahora bien, la parejita número 2 solo destila perfección. Si bien hay uno o dos obstáculos a superar, ninguno de ellos es sustancial y ambos se terminan resolviendo solos, casi sin conflicto. No hay nada malo o desafortunado que tolerar, no hay concesiones que hacer, no hay mierda que fumarse del otro. Luke y Sophia son amantes perfectos: se aman, se cuidan, se respetan, cogen en los graneros, en la ducha. No hay peligro ni nada que sacuda la relación. Luke monta toros, vive de eso y ella lo acepta, porque sabe que es su pasión. Hasta que un día se da cuenta de que la vida de Luke corre peligro y ahí le pide que deje de hacerlo; él, al principio, se niega, pero un día tiene una súbita toma de conciencia (luego de un accidente) y abandona el rodeo, con la certeza inequívoca de que lo único que le importa es pasar la vida con ella (8 segundos que dura un rodeo versus toda una vida, como le dice su madre). Lo mismo con Sophia; antes de iniciar la relación ella planeaba mudarse a Nueva York, donde ya tenía un trabajo asegurado en una galería, la posibilidad soñada para el despegue de su carrera. Pero, con el correr de los meses (o semanas), se da cuenta de que no puede irse y dejar a Luke y así es cómo decide quedarse. Lo que Alan Alda le dice en el hospital a Sophia (el amor requiere sacrificio, entrega, ceder) no aplica en este caso.

Ambos se aceptan como son y eso implica aceptarse en toda su maravillosa perfección, retratados incluso (a diferencia de la primera pareja) como arquetipos perfectos en su estirpe: ella, rubia de ojos celestes, hermosa, flaca pero con algunas curvas, de pelo perfecto, hermosos labios, voz suave, relativamente inteligente, con cierto sentido del humor, fresca, espontánea (recordemos que cae en un charco de mierda del cual sale aún más sexy y que le sirve como excusa para ponerse en bolas e iniciar el primer contacto carnal) . Él, absoluta y devastadoramente hermoso (hijo de Clint Eastwood y fiel heredero de sus ojos, su sonrisa, sus patas de gallo, con un parecido apabullante), cowboy, o sea, con jeans ajustados, camisa a cuadros, botas y sombrero texanos, caballero, dulce, inteligente, también con cierto sentido del humor (el suficiente para decir que en una galería de arte hay más mierda que la que él ve a diario en su establo), y con esos hermosos ojos eastwoodianos solo para ella. ¿Qué conflicto hay ahí? ¿qué hay para aceptar, para ceder, para negociar, para tolerar? La escena final, cuando él la pasa a buscar por su trabajo soñado con su 4×4 soñada (además de ser hermosos y perfectos, ahora son millonarios), es la rotunda confirmación de esa perfección impoluta.

La película pareciera decirnos que los errores o los conflictos de la relación de Ira y Ruth fueron procesados y depurados y ahora Luke y Sophia son una especie de versión mejorada (vincular y físicamente) de la relación, producto de una suerte de proceso de extrapolación y experimento genético y conductista.

Dos caminos, dos líneas paralelas que, allá en el infinito se terminan uniendo, creando así una nueva línea, una línea que desemboca en la perfección, en esa perfección abúlica que solo puede gustarle a determinado tipo de gente. Por suerte, para el resto de nosotros existe la mierda.