El vals de los inútiles

Crítica de Triana López Baasch - Cinemarama

La primera imagen se centra en un grupo de siluetas blureadas bailando un vals. No vemos los rostros de los bailarines ni el espacio en que se encuadra la acción. Solo percibimos un movimiento lento, acompasado, persistente y sutil. Así comienza la historia. Este baile se nos devela íntegramente nítido más adelante en la trama, en medio de las manifestaciones por una educación pública en Chile. La multitud de personas caminando y observando alrededor, las banderas, pancartas, los cantos y el ruido sordo de la calle no logran romper con la armonía de estos bailarines amateurs. Más bien se podría decir que el entorno se fusiona con ellos. El ritmo de los pasos y de la música se extiende más allá del baile hacia el acontecimiento total. Es la expresión de una lucha que, como una orquesta, va desplegando su música de forma casi natural. Una lucha que, aunque sea origen y resultado de infinitos debates, tiene un recorrido inevitable, como un río que se desplaza por su cauce.

El vals de los inútiles es un documental que por momentos se confunde con la ficción, y esto se debe al modo de construcción de sus protagonistas: Darío, un estudiante del Instituto Nacional, colegio de la elite de Santiago, y José Miguel, un veterano profesor de tenis. La pantalla intercala imágenes de ambos despertando, lavándose la cara y los dientes, desayunando y preparándose para un nuevo día. Edison Cajas concibe estas identidades, distantes en apariencia (en términos generacionales e ideológicos), a partir de un pulso interno afín. La cámara se encarga de hacer visible ese pulso a medida que se acerca y se aleja sin invadir, como si fuese invisible y a su vez pudiese captar lo esencial. Darío y sus compañeros practican en su clase de música el himno casi retrógrado del Instituto. José Miguel alecciona a sus pequeños alumnos sobre el sacrificio que implica querer ser mejor tanto en el tenis como en la vida. Detrás de la rutina de estos personajes está la manifestación en las calles. Ese aparente contraste entre la responsabilidad y la sumisión, por un lado, y la libertad que conlleva la lucha y el reclamo, por el otro, se va borrando poco a poco.

El relato adquiere mayor intensidad a partir de la inclusión paulatina y creciente de un tercer personaje, omnipresente y simbólico: la protesta. Cajas elige, por sobre la multitud, a los corredores, un grupo que da vueltas alrededor de la Casa de la Moneda con el objetivo de completar las 1800 horas, que equivalen a los 1800 millones de pesos necesarios para garantizar una educación pública, laica y gratuita. La maratón casi infinita también es lenta, acompasada, persistente y sutil. Como el vals. Poco a poco Darío y José Miguel se van a animando a lanzarse a la carrera, primero como observadores, luego como participantes activos. Darío decide, junto a sus compañeros, tomar el colegio y resignar el año lectivo. José Miguel revela, a través de viejas fotos, un pasado como estudiante universitario secuestrado y torturado por la dictadura. Sin embargo, a pesar de que las acciones van tomando formas más concretas, el relato nunca abandona ese tono intimista y sensorial.

Como en todo documental, el director elige contar aquello que está ahí, que es real e indiscutible, a través de su propia mirada. En El vals de los inútiles, salvo en contados casos en los que una frase resume todo (“Estatizar la educación es un atentado a la libertad”, escupe Piñera a la cara de miles de estudiantes), lo que más sobresale son las imágenes y los sonidos, más que los diálogos. De los hechos concretos nos podemos enterar por los diarios o internet. Cajas logra así despojar a las manifestaciones de esa teatralidad elocuente y las transforma en acontecimientos absolutamente honestos dotados de un sentimiento de unión por una causa común, tan personal y emotiva a la vez.