El último verano de la boyita

Crítica de Fernando López - La Nación

El difícil final de la infancia

Julia Solomonoff y una película sobre el largo proceso del crecimiento.

La curiosidad, la confusión, cierta imprecisa búsqueda y unos cuantos descubrimientos marcan el verano que Jorgelina pasa en el campo con su padre, lejos de la playa adonde han ido de vacaciones su madre y su hermana mayor, demasiado distante ahora que ha ingresado en el mundo de las mujeres. En esa temporada -el tiempo dibujando su lento transcurrir en el horizonte, los largos silencios de la siesta, el calor mitigado por algún chapuzón en un arroyo o en el tanque australiano, la apacible rutina apenas aligerada por una que otra cabalgata o por la lectura furtiva sobre los misterios del sexo-, será frecuente y entrañable la compañía de Mario, el peoncito que fue su compañero de juegos y ahora enfrenta las inquietudes de un cuerpo cuyas inesperadas transformaciones no comprende, pero percibe como una anomalía que debe mantenerse en secreto.

Esa proximidad entre ellos -hecha de mucha confianza y pocas palabras- es necesaria para que Julia Solomonoff describa por un lado el proceso de crecimiento que vive Jorgelina sin advertir que se está despidiendo de la infancia como de esa boyita quieta que le aseguraba protección y refugio en un rincón del jardín, y por otro, para que pueda observar, a través de su mirada límpida, la compleja circunstancia del amigo. No para hacer del caso (como curiosidad científica) la cuestión central del film sino para registrar la distancia que hay entre la naturalidad con que ella acepta la diferencia y el malestar que manifiestan los otros y que puede ir desde la vergüenza y la negación hasta la condena y la violencia. Y de paso, para avivar algún interrogante sobre lo que significa de verdad ser un hombre o una mujer.

Aunque el film deje ver cuánto pesan la ignorancia y el prejuicio en todos los temas referentes a la sexualidad, Julia Solomonoff no emite juicios ni cede a lo sentimental: expone la historia con la delicadeza, la discreción y el vigor de una narradora segura de su oficio y con la sensibilidad alerta para percibir la elocuencia de los pequeños detalles. Es en esas sutilezas más que en las palabras, en la persuasión de las imágenes de Lucio Bonelli y en el tempo impuesto a la acción donde el film sustenta sus mejores aciertos. En ellos y, claro, en la emoción genuina que transmiten Guadalupe Alonso y Nicolás Treise con su fenomenal naturalidad.