El último amor

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Anclado en París

“El último amor” es una película que se incluye en cierta tendencia del cine europeo actual, que reúne algunas características representativas de la vida comunitaria del Viejo Continente. Son coproducciones en las que intervienen varios países, los actores son de distintas nacionalidades, generalmente son habladas en varios idiomas. Eso en cuanto a las formas. En cuanto a los contenidos, a veces en tono de comedia y a veces en tono de drama (como en este caso), hay algunos temas recurrentes en estas propuestas: la nostalgia por un pasado que desaparece irremediablemente, la pérdida de las raíces, un vacío de identidad, un estar y no estar. Los personajes viven en un estado mental que los aleja de la realidad circundante y parecen habitar en un mundo propio, construido en la psiquis de cada uno, donde se mueven por paisajes más subjetivos que objetivos.

“El último amor” está basada en la novela “La Douceur Assassine” de Françoise Dorner, adaptada y dirigida por la alemana Sandra Nettelbeck. Tiene como protagonistas al veterano actor británico Michael Caine y a la joven actriz francesa Clémence Poésy, conocida por algunas intervenciones en la saga de Harry Potter.

La historia transcurre en París, donde Matt Morgan (Caine) es un anciano estadounidense que ha enviudado hace pocos años y está solo, porque sus hijos viven en Estados Unidos. Él y su mujer habían elegido a la capital francesa para pasar los últimos años de sus vidas. Allí habían adquirido un distinguido apartamento en el centro de la ciudad y una majestuosa casa de campo en las afueras.

El hombre está triste, cabizbajo, taciturno. Es un profesor de Filosofía retirado y no tiene mucho contacto ni con sus hijos ni con el resto de la humanidad.

El azar y un accidente leve sin consecuencias lo lleva a tropezar con la joven Pauline (Poésy), una muchacha también solitaria que se gana la vida dando clases de chachachá. Entre ellos nace una rara amistad. Ella lo ve a él como al padre que le hubiera gustado tener y él encuentra en ella un enigma que le inspira un nuevo interés por la vida, en esta etapa en la que ya no tiene interés por nada.

Se trata del encuentro fortuito de dos personajes carecientes de afecto y que, por natural simpatía, se apoyan uno al otro. Hasta que un día, Matt tiene una crisis que lo pone al borde la muerte, circunstancia que provoca la visita repentina de sus hijos, un joven (Justin Kirk) y una chica (Gillian Anderson), quienes pese a todo, no son capaces de brindarle a su padre la contención que necesita y solamente consiguen despertar y reavivar viejas reyertas familiares.

Pauline provoca suspicacias en los hijos del hombre mayor, pero ella trata de ser un factor de unión y no de disputa.

Sin embargo, cada personaje seguirá las tendencias profundas arraigadas en sus historias personales y a pesar de los sentimientos que de algún modo los conectan a todos, la familia no consigue recomponerse. Este tema también es recurrente en el cine de muchos realizadores jóvenes, quienes expresan cierta añoranza por esa estructura básica de la sociedad en la que los roles paterno y materno eran fundamentales como organizadores de la vida y el crecimiento, así como un referente estable en medio de la incertidumbre mundana.

El clima de la película de Nettelbeck es de una sensibilidad por momentos embargada de congoja. Los personajes no parecen encontrar una respuesta satisfactoria a sus conflictos, y el desenlace, si bien muestra signos de esperanza, deja un sabor amargo que podría ser la simiente de nuevos futuros desencuentros, o no. El final queda abierto.

El aspecto más destacable de la película (que está hecha con rigor y buen gusto, aunque el guión presenta altibajos) es la clase actoral del maestro Caine, verdadero soporte del film.