El topo

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

La principal tentación a la hora de escribir sobre El topo es empezar hablando de la tradición de James Bond, de la trilogía de Bourne y de cómo se relacionan con esta película. Pero aquí el subgénero de espionaje sirve sólo como telón de fondo. Otra tentación sería hablar de sus implicancias en la actualidad. Si bien El topo se remonta a la década del setenta, una de las máximas del cine apunta que todas las películas hablan del presente. En ese caso, podríamos desviarnos un poco del tema (o no tanto) y mencionar el uso desmedido del Big Data, el sistema informático que se utilizó en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos. La campaña de Barack Obama tuvo acceso a informaciones diversas y hasta influyó en diferentes perfiles de Twiter y Facebook para marcar tendencias u orientar votos. Pero la película tampoco quiere vincular las estrategias de espionaje de aquella década con las de este presente.

La historia, más allá de idas y vueltas, traiciones y fidelidades, no tiene demasiadas complicaciones. Se trata de saber quién fue el traidor en un momento decisivo para Circus, el servicio de inteligencia en el trabajan los protagonistas. Hay, eso sí, varios elementos que quedan sueltos, sin resolver entre toda la maraña de nombres, lugares y códigos. Pero la historia y la Historia no son lo más importante.

El topo es una de las grandes películas del 2012 principalmente por la manera en que se mueve hacia la intimidad de sus personajes. Y eso lo logra haciendo foco en el poder de la mirada: la película de Thomas Alfredson es un gran ensayo sobre la observación.

Los ojos recuerdan. George Smiley (Gary Oldman) mira hacia el pasado en un monólogo que lo conecta con el momento en que, en presencia de Karla, un personaje enigmático, discute sobre la distinción entre la vida íntima y aquella entregada a una causa mayor.

Los ojos seducen. Bill Haydon (Colin Firth) mira a la mujer de Smiley en una fiesta de navidad en la que se reúnen todos los compañeros. ¿Qué se puede mirar? ¿Qué no se debe mirar? La labor del espía es mirar todo, detenerse luego en los elementos importantes, seguir instintivamente el objeto que se escurre ante los ojos.

Los ojos descubren verdades. La información ingresa a través de ellos y desde allí se asienta en la memoria. Por eso los documentos, los expedientes y los mismos cuerpos deben ser desechados luego de ser mirados. En el mundo de los espías es condenable que un personaje como Ricky Tarr se enamore de una mujer observada. Para los espías, que sólo miran, el amor está vedado. Si no se puede desarmar al otro con la mirada no hay amor posible. Si el otro está ahí, a dos pasos, y no se lo puede tocar, ¿de qué sirve sólo mirarlo? Los hombres-espías son hombres que aman pero a la distancia y por eso tocar puede significar la muerte. “Yo quiero una vida normal, no quiero terminar como ustedes”, dice Ricky Tarr a manera de susurro pero con la fuerza de un grito.

El topo no es una historia convencional de espionaje. No importa la Guerra Fría ni los residuos de la Segunda Guerra Mundial, sino el destino cruel de un grupo de hombres cuya intimidad fue arrebatada. La búsqueda del topo, del traidor a la causa, tampoco tiene tanta validez en el presente de la película. Sirve sólo para saldar deudas con el pasado, para aclarar qué sucedió en todo ese tiempo y porqué se les fue la vida. “Es tu generación, no la mía, pensé que te interesaría saber quién fue el traidor”, le dicen a un Smiley cansado, que de tanto observar ya tiene la mirada perdida.

Los ojos desvisten simulacros. Smiley entra a su casa y encuentra a Haydon sentado con pose de galán. La caminata es cansina, Smiley sabe que lo que está sucediendo allí es una infidelidad. Observa la manera delicada en que Haydon se pone los zapatos y hace como si nada.

Los ojos desvisten simulacros pero no pueden -ni deben- pasar a la acción. Y el amor es acción. El que ingresa en ese terreno sabe que la esencia del recorrido es el drama, que la lucha de fuerzas (externas e internas) es constante. Pero el que mira no sólo mira, porque en ese acto hay una combustión. No hay mirada meramente contemplativa, hay una actividad explosiva en cada ojo.

Thomas Alfredson confirma que sabe mirar. Su puesta en escena es tan fluida que cada plano parece tener la duración justa, parece estar en la posición y en la distancia justas. Ya lo había demostrado en Criaturas de la noche, la verdadera gran película de vampiros de los últimos años.

De entre todas las miradas, la más melancólica le pertenece a Jim Prideaux, el personaje interpretado por Mark Strong. En medio de una gran tristeza y en una suerte de destierro luego de una misión trunca, Jim le dice a un alumno que los buenos observadores son personas solitarias. En la misma fiesta de navidad que mencionamos más arriba, Jim mira a un Bill Haydon rezagado, demasiado lejos para ser amado. Es el solitario Jim el que con su mirada incansable dispara en el ojo esquivo de Haydon. Por primera vez, y sólo gracias al cine, la mirada puede disparar. No se trata sólo de una mirada cómoda a través de un teleobjetivo. El ojo, esta vez, se vuelve bala, y esa bala es para Jim un acto de justicia más que de venganza, en un mundo de ojos adormecidos.