El silencio de otros

Crítica de Gretel Suarez - Visión del cine

Registro documental codirigido por Almudena Carracedo y Robert Bahar y en coproducción con Pedro Almodóvar.
El silencio de otros ofrece un retrato cinematográfico del primer intento en la historia de procesar a los criminales de la dictadura franquista (1939-1975), quienes han gozado de impunidad durante décadas debido a la Ley de Amnistía de 1977. Su estructura narrativa se despliega en dos continentes: España, donde abogados de derechos humanos y víctimas construyen la querella, y Argentina, donde la jueza María Servini se hace cargo del caso basándose en el principio de jurisdicción universal.

El film avanza mientras se va desarrollando la querella internacional a través de las experiencias vividas de las diferentes víctimas de la dictadura franquista que han decidido romper el “pacto de silencio”. Esta construcción permite abrirnos a conocer íntimamente a las personas querellantes, quienes mediante reflexiones, recuerdos y anhelos se dejan atravesar valientemente por lo no dicho en busca de una justicia que parece no llegar nunca.

Les directores utilizan materiales de archivo de prensa para englobar lo sucedido y callado, exponiendo sobre la superficie del film cómo España inicia y sostiene este “pacto de silencio” político y social que busca borrar las heridas indelebles de una historia que sangra en cada rincón del país; entonces apoyados por el liderazgo de Carlos Slepoy, abogado de derechos humanos que llevó adelante el caso contra Pinochet junto a Baltasar Garzón, y Ana Messuti, filósofa del derecho, lograron elevar el sonido de las voces susurrantes de cada querellante.

Su asertividad recae en priorizar la dolorosa lucha humana por sobre los datos históricos, convirtiendo a les espectadores en testigos directos de un combate, lento pero valiente, contra un gigante casi imposible: el silencio.
Esta cercanía con las historias contadas en primera persona son las que marcan el pulso del relato y nos permiten acompañar a María Martín, por ejemplo, a llevarle flores a su mamá quien está “enterrada” al borde de una ruta, o a Ascensión Mendieta quien observa atenta el desentierro de su padre luego de la autorización de exhumación de su cuerpo en una fosa común, o escuchar a José “Chato” Galante, vecino de su torturador, contándonos que su supervivencia se debió a que ha “aguantado por rabia” y no por ser humano.

Estas dolorosas escenas son las que denotan un perdón pero quizás nunca un olvido, donde sus directores como autores toman una posición clara registrando la voz del oprimido mientras reescriben la historia española exponiendo las gravemente agudas consecuencias que arrastran los “pactos de silencio”.

Un pueblo sin memoria es un pueblo condenado a repetirse.