El sereno

Crítica de Daniel Núñez - A Sala Llena

El Sereno (2017) es un film particularmente curioso. En él subyace, de manera involuntaria, una compleja relectura sobre cómo se destruye el cine en su totalidad. La mítica cinematográfica desaparece cuando se deja de creer, o peor aún, cuando jamás se creyó en el cine. ¿Qué es creer en el cine? Creer en el cine es doblegarse ante las herramientas cinematográficas bien utilizadas: puesta en escena, ritmo narrativo, simbología, intertextualidades, ideas nobles , conceptos bien comprendidos -fuera de campo, eje vertical, principio de simetría- y algún que otro adorno propio, personal. Todo ello sin caer en pretensiones ampulosas o una trascendencia barata y adolescente.

El Sereno arranca bien, o al menos mejor que la hora y pico siguiente. Cuenta la historia de Fernando (Gastón Pauls), el nuevo sereno de un depósito próximo a ser demolido y que de día cuenta con un personal muy reducido. El lugar -enorme, laberíntico, de ultratumba- se vuelve un imán para la sugestión fantasmagórica. Tarde o temprano, en esas solitarias noches las cosas ordinarias y cotidianas desaparecen, dando pié a sucesos cercanos a lo sobrenatural. Protagonista de una vida torturada por demás, Fernando comienza a oír extraños sonidos provenientes de lugares imposibles y a ver cosas que sobrepasan la lógica de nuestro mundo físico.

En esos veinte minutos iniciales hay un intento de sostener el relato de manera genuina, basado en una puesta en escena que hace honor a la mejor tradición del género de terror. Por momentos creemos en él, y sin ir más lejos recordamos la perturbación que sufría Liv Tyler en Los Extraños (The Strangers, 2008) de Bryan Bertino, donde la incertidumbre causada por el sonido y el fuera de campo lo eran todo. El problema aquí es que los directores, Óscar Estévez y Juacko Mauad, no creen que este género sea lo suficientemente noble para ellos, por lo que comienzan a impregnarlo de una trascendencia existencial y onírica que se torna insoportable. Con una premisa muy similar a Nattevagten (1994), El Sereno cae en un espiral de autodestrucción cinematográfica insalvable.

Primero, engaña al espectador con un relato simple, haciéndole creer que bajo conceptos de un género puro como es el terror rendirá tributo y honor a sus reglas y formalidades. Para quienes no entienden que lo simple muchas veces ejerce como disfraz de lo clásico, los conceptos de manipulación menos cinematográficos pero más emocionales y psicológicos ejecutados por el film devendrán un chantaje al cerebro, una puñalada al corazón.

El cine ante todo es metafísico, amén de la condición sobrenatural del relato. Pero cuando esa metafísica debe desaparecer de manera caprichosa por pretensiones grandilocuentes nos queda entonces un manifiesto alegórico sobre el pensamiento humano y su condición. Sin ir más lejos, es la misma mirada que puede tener un Lars Von Trier o un Malick de sus últimos films. Así se abandona al espectador, se lo aísla de la relectura, de la interpretación. Se lo transforma en un receptor pasivo que cede inevitablemente. En ese momento el cine desaparece también, y con él toda su naturaleza mítica.

El Sereno intenta, con una burda y rebuscada vuelta de tuerca en el final -que se veía venir desde los primeros minutos por un insinuante plano que reclama el cliché- ser inteligente y dar por sentado que los intereses estaban más allá del género. Este tipo de film desemboca en una elipsis total, donde el espectador debe renunciar a la creencia en los hechos materiales para pasar a la trascendencia que corrompe la imagen. Dejamos de creer en lo corpóreo porque nos obligan a abandonar el trayecto cinematográfico. El cine ante todo es físico, y la magia, lo trascendente, resultan armas de doble filo más que meros adornos de autor. Porque sabemos que quienes creen, quienes predican el cine, saben las reglas del artesano. No las subestiman.