El seductor

Crítica de Catalina García Rojas - Visión del cine

En su último film, El seductor, Sofia Coppola adapta la novela A Painted Devil de Thomas P. Cullinan, tal como lo hizo Don Siegel en 1971, sólo que esta vez cambia por completo los esquemas narrativos y se sumerge por completo al engañoso juego de las apariencias y las consecuencias de las emociones traicionadas.
Es 1864, en plena guerra civil norteamericana, un internado para señoritas situado en Virginia es el escenario que plantea Coppola para analizar las complejas relaciones entre mujeres. En esa casa, un pequeño grupo de chicas son educadas bajo el arte de la servidumbre doméstica y de la femineidad sureña para llegar a ser dignas mujeres de un héroe nacional cuando termine la guerra.

Miss Martha (Nicole Kidman) es la directora y sus normas de protocolo y sus precisas formas la convierten en el ejemplo perfecto de la femineidad patriarcal que intenta imponer al resto de las habitantes. La segunda al mando es la institutriz Edwina (Kirsten Dunst), sumisa a las decisiones de Martha y que adopta sus reglas como un soldado. Ambas están a cargo de Alicia (Elle Fanning), Jane (Angourie Rice), Marie (Addison Riecke), Emily (Emma Howard) y la pequeña Amy (Oona Laurence).

En este universo femenino todo resulta rutinario y corriente, hasta la llegada del cabo confederado John McBurney (Colin Farrell), herido en combate, y quien servirá para desmontar la unión entre el pequeño grupo de mujeres que dudan entre auxiliar al soldado enemigo o entregarlo a las autoridades como buenas ciudadanas. La ruptura con la rutina diaria de la institución revelará aspectos desconocidos de la personalidad de cada una de ellas. La convivencia con el intruso es el escenario experimental perfecto para que las jóvenes demuestren todo lo aprendido.

El soldado acepta con amabilidad cada una de las muestras de cordialidad de sus cuidadoras y, al mismo tiempo, las mujeres se empiezan a acostumbrar a la presencia masculina dentro de la casa. Lo que aparentaba ser una situación de poca duración se va dilatando con excusas que parecen ser del agrado y beneficio de todos. La armonía del hogar y las personalidades van mutando a través de un juego de roles que responde a las circunstancias y a las necesidades sentimentales de cada uno. La amabilidad se convierte en crueldad y detrás de la placidez se asoma el horror.

Coppola adapta la novela de Cullinan pero se enfoca en la construcción y el desarrollo de los personajes más que en el argumento de la obra. Esto resulta en un mensaje completamente feminista apropiado a estos tiempos de constante lucha por el derrocamiento del sistema patriarcal. Utiliza la trama y las diferencias entre sus personajes para revelar con astucia cómo la presencia masculina puede afectar a un entorno poblado exclusivamente por mujeres.

Esta controversia genérica ayuda a que, en el desenlace del film, los personajes desencadenen incontrolables flujos de sentimientos y pasiones reprimidas durante mucho tiempo. El ritmo narrativo culmina con un grito de protesta hacia ese patriarcado dominante a través de la fuerza bruta. Es ahí donde la directora plantea un sexismo que se podría catalogar como conservador, donde brutaliza al hombre y evidencia la inteligencia femenina en una victoria tan sencilla como incuestionable.

La elegancia del film se refleja no sólo en la estética sino también en el diálogo, en el planteamiento del conflicto y en su resolución. La estética es tan relevante como la propia historia. La atención por el vestuario, la ambientación y la fotografía son emblemas del estilo de Coppola. Esta vez predomina la luz atenuada y el juego de sombras, para convertir a la casa en un perfecto laberinto claustrofóbico.

Los actores interpretan sus roles perfectamente: divierten, seducen y cautivan. Se destacan como siempre Kidman, Farrell y Dunst, quienes reflejan la evolución de sus personajes con mucha naturalidad sin perder la esencia de los mismos.