El sacrificio del ciervo sagrado

Crítica de Marina Yuszczuk - Las 12 - Página 12

Hay dos versiones principales del mito de Ifigenia: en ambas, cuando la flota griega parte hacia Troya el viento se detiene por completo y un oráculo revela al rey Agamenón que la diosa Ártemis está impidiendo la navegación porque Agamenón mató a uno de sus ciervos sagrados. Ahora Agamenón tiene que sacrificar a su propia hija, a pedido de la diosa, para que el viento vuelva a soplar y los héroes griegos puedan llegar a Troya. En algunas versiones, como la de Eurípides, Ifigenia es efectivamente sacrificada; en otras, Ártemis la rescata para convertirla en su sacerdotisa y la reemplaza por una cierva. Como sea, semejante historia donde la culpa del padre -que tiene que ver con transgredir un orden sagrado- se trasmite de modo directo a los hijos, que después de todo son su posesión, no dialoga tan fácilmente con el presente. Y aún sí, el cineasta griego Yorgos Lanthimos la convirtió en el motivo central de su nueva película, El sacrificio del ciervo sagrado (2017), donde la familia no está puesta en el centro de una épica que la excede y atañe al destino de todo un pueblo sino recortada en su más estricta versión burguesa y centrada en el hogar.

Los integrantes de esa familia son los protagonistas casi excluyentes de una película sin mundo, excepto el que pueda representar esta familia tipo que habita una elegante casa con jardín, comandada por un padre y una madre médicxs: Steven Murphy (Colin Farrell) es un cirujano exitoso, de barba freudiana; Anna es oftalmóloga y a pesar de que también trabaja, en la película solo se la ve como una perfecta ama de casa. La relación entre ellxs está definida al comienzo de la película por la buena disposición de ella para satisfacer el fetichismo del marido en la cama, cuando se desnuda y luego de preguntarle, como la constatación de algo familiar: “¿Anestesia general?”, se hace la desmayada para que él pueda cogérsela como le gusta, en una fantasía que cruza la cama y el quirófano. Anna y Steven tienen dos hijos, una chica de 14 y un nene de 10, que son impecables. Hay un chiste al respecto que sugiere alguna clase de comedia rara que Lanthimos al parecer creer haber filmado (y es cierto que solo reírse de sí misma podría salvar a esta película, aunque hasta en esto se queda a mitad de camino) y es cuando, reunidos alrededor de la mesa a la hora de la cena, los miembros de la familia comentan cuál de ellos tiene lindo pelo hasta que la madre, zanjando la cuestión en el tono robótico que caracteriza todos los diálogos de la película, afirma que todos ellos tienen el pelo muy lindo.

Previsiblemente, la prolijidad extrema de la vida de la familia Murphy se quiebra cuando aparece en escena Martin (Barry Keoghan), un chico de 16 que tiene una relación extraña y manipuladora con Steven. Construida como una ecuación matemática, El sacrificio del ciervo sagrado no tarda mucho en exponer sus premisas: Martin es el hijo de un hombre que murió en el quirófano mientras era operado por Steven. Revestido de algún poder sobrenatural que no importa explicar, ahora vuelve para vengarse y le dice a Steven que a cambio de esa muerte, si quiere que su familia siga viviendo tiene que sacrificar a uno de sus miembros. De lo contrario, todos van a quedarse paralizados y eventualmente morir. El corte que hace la película con todo lo que exceda a estos tres o cuatro elementos y personajes es tan drástico que no hay a qué remitir ese poder de castigo que detenta Martin, explicable solo por un capricho de guión. El sacrificio del ciervo sagrado tiene por eso un carácter experimental, en el sentido de que homologa el cine a poner cuatro o cinco ratas en una caja de vidrio e inocularles algún tipo de veneno más que a narrar una historia. Alguien podrá encontrarle sentido a ese juego, pero lo cierto es que además juega con piezas muy vetustas, en especial con una idea de familia que el cine lleva casi un siglo desmontando como artificio de maneras mucho menos pretenciosas y más creativas.