El sacrificio de Nehuén Puyelli

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Microcosmos de la sociedad en su conjunto.

Octavo largometraje de José Celestino Campusano en un lapso de diez años, El sacrificio de Nehuén Puyelli lo encuentra regresando –al menos, en parte– al territorio que había abandonado para tirarse a una pileta que resultó no estar del todo llena: Placer y martirio era el retrato de una clase social elevada que sonaba esencialmente artificioso. Nuevamente poblado por marginales de diverso tenor, el más reciente relato del director de Vikingo transcurre, sin embargo, bien lejos del ambiente suburbano bonaerense que había ocupado gran parte de su filmografía: fue rodado en locaciones de la provincia de Río Negro. Allí ubica a Nehuén Puyelli, descendiente de aborígenes mapuches que afirma poseer el don de la curación; acusado de haber envenenado a una mujer, será detenido y enviado a la cárcel mientras la causa judicial comienza a moverse. Allí entablará relación con un tal Arce, otro preso al cual le quedan apenas algunos meses para cumplir su condena.

Pero el nuevo film de Campusano no gira solamente alrededor de ese par de personajes. En realidad –y ese es uno de los puntos más fuertes de la película–, lo que va construyéndose con el correr de los minutos resulta ser una historia con múltiples protagonistas y puntos de vista: no es menos importante la mirada de Nehuén que la de su madre o la de Henderson padre, capanga y perro guardián de un terrateniente de la zona, tan recio como su hijo, otro que irá a parar a la cárcel. Los retazos del drama coral comienzan a armarse lentamente como las piezas de un rompecabezas y sólo cerca del final la imagen completa termina de configurarse. En ese sentido, El sacrificio… funciona como una suerte de thriller, donde solamente uno de los personajes conoce (intuye, para ser más precisos) cuál puede llegar a ser el resultado del inevitable enfrentamiento, cuando la violencia contenida comience a desbordar. El suspenso es esencial en ese tapiz de odios y resentimientos y Campusano parece manejarlo cada vez mejor, apoyado por una puesta en escena más cuidada, a años luz de la sucia y “desprolija” esencia de sus primeros films.

Allí surge una cuestión problemática, que se ha destacado en cuanto texto se haya escrito sobre esta película y sus proyectos inmediatamente anteriores: ese pulido profesional a nivel técnico tiende a chocar de frente con el registro casi amateur de, al menos, la mitad de las escenas con diálogos, donde el recitado de las frases no logra transfigurarse en un tono creado conscientemente y se asemeja a una no demasiado precisa dirección actoral. Afortunadamente, esta historia de enfrentamientos viscerales, xenofobia, racismo, odio de clase y supervivencia ofrece como contrapartida una construcción del drama carcelario muy diferente a aquellas que el cine y, sobre todo, la televisión, han venido poniendo en pantalla durante los últimos años. Las relaciones de poder entre los convictos, entre ellos y los guardia-cárceles y entre las partes enfrentadas de la población, del otro lado de las rejas, funcionan como un cosmos a pequeña escala de la sociedad en su conjunto.