El rostro

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Distintos planos de lo real

El director construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Y pese al uso repetido de ciertos recursos, vuelve a ofrecer una lección del manejo de la imagen, el sonido y el montaje.

Abordar un nuevo trabajo cinematográfico de Gustavo Fontán demanda, entre otras cosas, volver a revisar su obra completa, porque como ocurre con pocos directores argentinos, cada una de sus películas representa una perla dentro de un collar, que tanto puede ser entendida y admirada en sí misma como por el lugar que ocupa dentro del conjunto. Por eso resulta oportuno que el estreno de El rostro en el Malba ocurra en el marco de una retrospectiva de su obra (ver aparte). Lamentablemente, entre las películas programadas no se encuentra La orilla que se abisma, film inclasificable al que se puede definir como la traducción cinematográfica de la obra poética del entrerriano Juan L. Ortiz, con el que El rostro dialoga abiertamente.

Igual que ocurría con La orilla..., esta película tiene como escenario y protagonista excluyente al Delta entrerriano, biosfera que para Fontán representa también un ecosistema estético. La acción comienza sobre el río Paraná, donde un hombre lucha con su bote contra la corriente. Su figura esfumada entre la niebla de la mañana tiene algo fantasmal que se acentúa en la combinación de texturas que el uso del 16 mm y el Súper 8 le aportan a la fotografía, volviéndola casi táctil. Aunque la pericia estética de Fontán y su equipo es incuestionable, quienes conozcan la obra del director encontrarán algo de redundante en El rostro: ya se sabe que en sus películas es posible encontrarse con fantasmas, con imágenes que habitan en la frontera de lo sobrenatural. Ninguna de esas certezas alcanza para no volver a ser cautivado por el universo poético y formal del director, aunque también es posible detectar cierto carácter de clausura, de fin de ciclo. Quizá de agotamiento en la forma en que Fontán hace uso de estos recursos.

A pesar de ello, El rostro vuelve a ser una lección acerca del manejo de la imagen, el sonido y el montaje cinematográfico. El director trabaja lo sonoro y lo visual de manera unitaria, utilizando la herramienta del montaje para crear un objeto nuevo, artificial, pero que no invalida el objeto real que representan por separado los paisajes y los personajes que los habitan. Entre ellos, la voz del agua es un elemento omnipresente. Como si se tratara de un coro polifónico, los elementos que componen la estructura sonora de la película están puestos a disposición de sostenerla como eje, creando en torno de ella paisajes que demandan ser percibidos desde el oído.

¿Pero se trata de la realidad o de un sueño? ¿Es el presente o el pasado lo que filma Fontán? ¿De dónde vienen esas imágenes de un realismo que de tan sobreexpuesto se vuelve fantástico? Esa falta de concordancia entre lo que se ve y lo que se oye en El rostro abona la idea de una realidad paralela que se superpone a las realidades que el sonido y las imágenes proponen en sí mismas. Es esa superposición de distintos planos de lo real lo que genera el clima inquietante que rige el relato, juegos de artificio con los que Fontán consigue convertir lo natural en un mecanismo a la vez poético y cinematográfico. El montaje establece con claridad el paralelo con la construcción poética, porque esta película virtualmente muda está organizada como un poema en el que cada sonido nunca se somete a los límites que le impone la tiranía de la imagen, sino que cada elemento aparece en el lugar que el director determina que ocupe.

Algo similar ocurre con el factor humano, que no aparece como elemento central de los paisajes que Fontán construye en sus películas. El rostro no es la excepción. Es imposible no pensar en el río Leteo frente a esos personajes mudos que constantemente regresan a la orilla como si no quedara en ellos memoria alguna. Y no son pocas las veces que el director elige mostrar la figura humana de manera fragmentada y marginal, como si se tratara antes de un descuartizamiento que de una deconstrucción. Así consigue que el plano detalle de un pie en el barro tenga algo de fuera de lugar o de monstruoso. La ausencia de un rostro al que se pueda asociar con claridad, al que se alude desde el título, subraya la idea de ese demembramiento y representa la derrota de lo humano frente al poderoso concierto de una naturaleza ajena a las nociones del tiempo y la realidad. Fontán construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Si se tiene éxito en ese intento, la experiencia habrá sido grata.