El robo perfecto

Crítica de José Tripodero - A Sala Llena

Acción en Los Angeles

La distribución del cine comercial pasa por un momento especial. Ciertas películas estrenadas en los últimos años, con una línea argumental destinada a un público adulto, aparecen como rarezas dentro de un panorama dominado por los superhéroes. En otros momentos, no obstante, constituían una oferta cotidiana de las salas de cine. Lo cierto también es que esas películas conservan un público (hoy en día más reducido) sencillamente porque están ancladas en la comodidad noble que proporcionan los géneros, y aquí el cine de acción se eleva como uno de los más populares. El Robo Perfecto pertenece a ese séquito marginal de historias pensadas para públicos de otras épocas. Tal afirmación no siempre implica algo positivo. Si bien no resulta suficiente con adscribir a un género, esta ópera prima de Christian Gudegast (guionista de Londres Bajo Fuego) hace esfuerzos necesarios por recuperar los mecanismos autorales, en este caso, del cine de robos (o heist movies, como les gusta etiquetar a los anglosajones).

El comienzo augura lo peor. Un robo de madrugada a un camión blindado en pleno Los Angeles por parte de ladrones profesionales termina con varios oficiales abatidos que el director filma con poca inventiva y un exceso de duración en los tiroteos. La llegada de un equipo de crímenes mayores, liderado por un policía más parecido a un sindicalista argentino (Gerard Butler con unas libras de más), invita a revolver en la góndola de la cinefilia reciente para descubrir que las referencias a Fuego Contra Fuego (1995) no son azarosas. Con limitaciones de presupuesto y de recursos actorales, Gudegast trata de emular ese clásico moderno de Michael Mann al encuadrar algunos planos contemplativos con el uso del gran angular, colocar un leitmotiv basado en sintetizadores como el de Kronos Quartet, y también en la utilización de otras recurrencias narrativas, a saber, la del cazador cazado en las escenas de los delincuentes fotografiando a los policías que los persiguen. No faltan tampoco los encuentros entre los líderes de ambos bandos en circunstancias sociales; sin embargo, a diferencia de la célebre escena del bar entre Pacino y De Niro (cargada de diálogos para ilustrar un duelo verbal que luego devendría literal), aquí casi no hay diálogos, tan solo un juego de miradas que construyen una agradable tensión.

Gudegast, como casi todos los guionistas devenidos en directores, exhibe limitaciones en el tratamiento visual de sus películas (¿será Paul Schrader la única excepción?). Tal falencia se cubre con un manto de verosímil bien tenso, al enmarañar la trama de un robo imposible que desemboca en una vuelta de tuerca débil, llena de agujeros dramáticos. Se observa, además, una escasa preocupación por los personajes, que en su mayoría son unidimensionales (solo el de Butler exhibe una subtrama familiar). Curioso: en los créditos figura Joel Cox (el brillante montajista de gran parte de la obra de Clint Eastwood), a quien sería muy tentador atribuirle el ritmo de esta película de 140 minutos. En otras palabras, el mérito para nada menor de no aburrir.