El robo del siglo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Robar un banco pero sin malentendidos

De haber optado por las ironías, la película de Ariel Winograd hubiese logrado una mirada despiadada sobre el famoso robo a Banco Río de 2006, pero no.

El tema es bien nodal, polémico. Y es la película misma la que –indirectamente– se lo propone. Vale decir: ir contra el sistema. Atentar contra el lugar emblemático de la organización económica. El banco. Al menos, a priori.

El robo a los bancos es materia prima de la historia del cine. Si el cine es (¿era?) el arte popular por excelencia, ¿cómo no desafiar y birlar a los poderosos y sus herramientas sociales? De manera sostenida, necesaria, hay toda una serie fílmica que lejos está de culminar sobre tales proezas o actos delictivos, según se prefiera.

Sin ir más lejos, o a propósito de la génesis misma del cine, el western sirve a esta expresión dilemática. El banco es el blanco elegido como dispositivo simbólico que atracar, por nudo que ideologiza las contradicciones. Se lo asaltará tantas veces sea necesario, bajo la forma de diversos géneros cinematográficos. Es en esta estela en donde se inscribe El robo del siglo, de Ariel Winograd (Cara de queso, Mi primera boda, Mamá se fue de viaje). Desde un verosímil que pretende local, en consonancia con la historia verídica que recrea: el robo a la sucursal de Acassuso de Banco Río, en 2006.

Pero hay algo que no cierra del todo. Al menos desde lo que significa el término “verosímil”. Si el efecto de verdad, que esta palabra conlleva, tiene que ver con hacer creíble lo que se narra, El robo del siglo está más cerca de ciertas producciones for-export que de una idiosincrasia próxima. En este sentido, las canchereadas de Guillermo Francella no explican la localía sino, antes bien, obedecen a un color local de raíz televisiva. Es un gancho cómplice, que la película juega consciente (así como la redundancia en la relación conflictiva con su hija, interpretada por la propia hija del actor, Johanna Francella), mientras parece más acorde con mucho policial mainstream argentino y reciente, sin personería, apegado a fórmulas predigeridas por consumibles en otras geografías.

No se trata de desmerecer el trabajo del realizador Ariel Winograd, cuya película cuenta con un reparto de relieve. Pero si hay un rasgo distinguible en su obra, es la prosecución de la comedia. Cuando ésta aparece, El robo del siglo deja entrever lo que evidentemente podría haber ofrecido: una mirada bufona, desenfadada, que tomara al hecho para desentrañarlo desde cuanta ironía fuese posible. Sin embargo, lo que el film deja percibir son sólo pliegues, inmediatamente ocluidos. La desfachatez, en suma, nunca sobresale.

De este modo, El robo del siglo queda sujeta a la explicación de cómo se conforma el grupo ladrón, cuáles son las peripecias que cada uno guarda para sí, quién es el cerebro que las organiza, y cómo se desarrolla el plan. En este rol, aparece –y desde la mejor caracterización- Diego Peretti. Sus constantes porros, su ardid artista, su saber logístico, lo vuelven alguien confiado en las intuiciones. Si Winograd se hubiese dejado llevar de igual manera, seguramente habría podido llegar a un puerto menos previsible y más cercano al espíritu de Mario Monicelli y Los desconocidos de siempre.

Estas limitaciones -¿(auto)impuestas?- dejan sentirse en el retrato social que emerge, dedicado a delinear una Argentina de tarjeta postal, en donde las contradicciones que anidan –y que el robo a un banco debiera desocultar- quedan debidamente silenciadas o apenas rozadas (más aún con la crisis de 2001 apenas sucedida, en donde los bancos cumplieron un rol repudiable). Cuando el film se anima a algún diálogo irónico, lo hace de manera cínica. En este sentido, que Peretti amenace al policía con llamar a la Secretaría de Derechos Humanos luego de la requisa de la que es víctima, no puede menos que sonar raro. ¿Por qué estas palabras en boca de alguien “artista” y “ladrón”?

A ver, hay dos cuestiones. Desde las aseveraciones que el film profiere, hay otra que deja en claro su tesitura, no casualmente siempre desde el decir de Peretti, en quien la película repara como personaje central: robar un banco es un “acto inmoral”, dice. Y también que Brecht fue quien dijo que peor que robarlo es fundarlo. Entre ambos decires, un “equilibrio”, una simetría vacía sobre la que el personaje despliega su actuar y a partir del cual el film se estructura. Tal equilibrio es consecuencia de una corrección premeditada antes que de una mirada atrevida. Si las notas de comedia de Winograd apenas surgen, es porque nada hay de hiriente en el film. Basta con ver el retrato que de la Policía Bonaerense, del Grupo Halcón, ¡y del propio banco!, se llevan adelante, apenas con algún rasgo de caricatura. Siempre con el cuidado de refrendarlos como entidades abocadas a su deber. “Estamos en democracia”, le espeta Peretti a uno de los policías, así como los yanquis hacen cuando esgrimen su “vivimos en un país libre”. La alusión de estas frases y diálogos no son inocentes.

Y no caen bien porque –aquí la segunda cuestión– El robo del siglo es parte del cine que la derecha cimenta entre sus producciones de alto presupuesto y el éxito más o menos asegurado. Que este film será muy visto, casi no caben dudas. El star system vernáculo, las risas garantidas (hay réplicas a las que el público se adelanta, así como sucedía con El cuento de las comadrejas, de Campanella), el concepto de un cine digerible por todos y para todos, lo confirman. En otras palabras, se trata de una película fácilmente asimilable, sin aristas, dedicada a dejar de lado –paradójicamente– el potencial de su mismo director.

De esta manera juega también el plano musical, afectado por las melodías de los años 70, particularmente las de Lalo Schiffrin, más algunas notas que evocan al western spaguetti. Tales cuestiones nada tienen de “tarantinianas”, son evocaciones epidérmicas, que intentan situar al film en el camino que otras producciones tallaran (pero aquellas, sin tantos miramientos de mercadotecnia).

El robo del siglo no sólo es la película del robo a un banco, sino también la que recrea la captura de todos y cada uno de ellos. Otra vez el “equilibrio”, que no es puesta en escena, sino requerimiento que evita lo que podría ser mal visto o mal entendido (“el banco compensó a sus clientes”, se aclara en el desenlace; además de hacer explícita la preocupación que por ellos manifiesta un gerente). Se trata de una simetría vacía, que pretende neutralidad, que dictamina sobre la “alta suciedad” –vía canción de Calamaro–, mientras deja un sabor insípido al eludir lo que de veras anida tras el robo a un banco. Habrá que volver a Brecht.