El robo del siglo

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"El robo del siglo": todos los ingredientes para conquistar al público masivo

La película de Ariel Winograd cuenta con un buen elenco y sólidas herramientas técnicas, aunque no se sale del canon del cine industrial más simple.  

Todavía es posible encontrar, esparcidas por internet, las notas periodísticas de 2006 que hablan del temerario golpe que un grupo de ladrones dio en la sucursal Acassuso del Banco Río, que por su perfil espectacular y el millonario botín sustraído fue bautizado como “El robo del siglo”. Los cronistas de la época citan a los expertos y peritos de las fuerzas de seguridad, que sin poder salir del asombro calificaban al trabajo hecho por los delincuentes como “una verdadera obra de ingeniería”. No era para menos: el plan incluía la construcción de una compleja red de túneles y un dique dentro del alcantarillado público. Eso por no hablar de una puesta en escena cinematográfica, a partir de la cual los criminales simulaban un vulgar robo fallido con toma de rehenes, mientras saqueaban las cajas de seguridad para luego escapar bajo tierra. O del adorable (e inteligente) detalle de dejar en la escena del crimen las armas falsas que utilizaron para reducir a los rehenes, junto con una nota dirigida a los futuros investigadores, en la que de manera modestamente poética establecían una declaración de principios: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es solo plata y no amores.” Era solo cuestión de tiempo para que todo esto acabara en una película.

Casi 15 años después y bajo el obvio título de El robo del siglo, el encargado de llevar la historia al cine es Ariel Winograd, quien a fuerza de comedias clásicas se convirtió en uno de los cineastas locales más taquilleros. Alcanza con recordar que su último trabajo estrenado en salas locales, Mamá se fue de viaje, fue el film nacional más visto de 2017, con más de un millón setecientos mil espectadores. Como director ha dado sobradas muestras de eficiencia a la hora construir dispositivos cinematográficos con los que el gran público se conecta fácilmente. El candidato perfecto para convertir a este en un nuevo y gran éxito. Igual que a los ladrones de su película, se puede considerar a Winograd como un gran ingeniero. Alguien que conoce bien cómo funcionan las estructuras del relato cinematográfico y maneja con habilidad las herramientas técnicas para convertir a una historia en película.

Para que ese éxito se concrete no es menor la ventaja de trabajar con elencos idóneos, capaces de cumplir en escena y al mismo tiempo rendir en las boleterías. En ese sentido la dupla que integran Guillermo Francella y Diego Peretti es perfecta. La química entre ellos no solo desborda la pantalla sino que, a priori, su presencia garantiza el interés del gran público. Si a eso se le suma el respaldo de un elenco igualmente efectivo, no caben dudas de que se trata, una vez más, de una de las películas que dentro de doce meses estará entre las más vistas de 2020. Si eso ocurre el mérito será del director, que como líder del proyecto consiguió nuevamente entregar un producto capaz de competir de igual a igual con los grandes blockbusters del cine estadounidense, que son los dueños de las pantallas.

La paradoja del caso Winograd es que el secreto de su éxito comercial esconde también su mayor debilidad. Sin dudas se trata de un profesional que película a película va refinando su manejo de los recursos técnicos de la narración cinematográfica. Aun así, estas no dejan de mantenerse demasiado apegadas a los moldes que las inspiran. Porque si en algo se especializa Winograd es en tomar diferentes subgéneros de la comedia hollywoodense, para reproducirlos con color local. La comedia de bodas o la romántica con ladrones; la comedia de parejas o la del hombre obligado a ocupar el rol de la mujer; o en este caso, las Heist Movies en clave de comedia. Winograd filma clones y sus películas pueden definirse como no-lugares cinematográficos en los que el contexto no importa, y lo mismo da si todo sucede en Buenos Aires, Filadelfia, Tokio o París. Tal vez por eso sus películas conectan cada vez mejor con el público masivo, tan poco acostumbrado a salirse del estricto patrón del cine industrial más simple. Es por eso que su ópera prima, Cara de queso (2006), sigue siendo su trabajo más personal, el más autoral, por decirlo de modo exagerado. Porque incluso con las falencias que pudiera tener –como la abundancia de estereotipos o su dificultad para terminar de anclarse en el contexto histórico que la propia película planteaba—, en ella había una búsqueda que iba más allá del ejercicio exitoso del cut & paste. Habrá que ver si al director le interesa dar ese salto de regreso hacia un cine más personal, pero con el upgrade técnico de su experiencia posterior.