El rey Arturo: La leyenda de la espada

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

RocknCamelot

Lo mejor y lo peor que se puede decir de El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) es que está dirigida por Guy Ritchie, un director que inyecta su propio estilo indiferentemente de si la película se beneficia de él o no. Bien por los que recuerdan Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000) con afecto, mal por los que quieren ver una película sobre el Rey Arturo.

El “estilo” de Guy Ritchie comienza por su incapacidad de imaginar otros personajes que no sean matones y diálogos que no sean pura bravata, lo cual mella muy bien cuando sus proyectos involucran al bajo mundo criminal (siempre a la merced de la suerte y la estupidez) pero no tanto en el contexto del ciclo de leyendas artúricas, que supuestamente celebran conceptos de honor, nobleza y galantería. Si Ritchie y su co-escritor Lionel Wigram tenían el capricho de hacer una épica de capa y espada, ¿por qué no elegir a Robin Hood? Va de la mano con todo lo que el director idolatra y produciría una experiencia más auténtica que la que Ridley Scott legó en 2010.

Arturo (Charlie Hunnam) es Robin Hood bajo otro nombre, un malviviente que comienza robando por afán y termina uniéndose a un grupo de guerrilleros que traman en las profundidades de un bosque contra la tiranía del rey de Inglaterra. “Termina” es la palabra correcta, porque el protagonista pasa la mayor parte de la historia ignorando el proverbial llamado del Camino del Héroe y desmayándose cada vez que ase la espada Excalibur. Estos desmayos van de la mano con visiones que lo remontan a la escena de la muerte de su padre Uther (Eric Bana), racionadas a lo largo del film como si fueran a revelar un gran misterio al final. No hay tal satisfacción.

Arturo no es un personaje muy interesante ni Hunnam un actor que brinde gran presencia a la pantalla; de más interés es su tío Vortigern (Jude Law), que usurpa la corona en el primer acto, luego de una intrigante batalla entre Camelot y hechiceros invasores. Law ha demostrado una y otra vez lo bien que le sale proyectar desprecio y odio propio al mismo tiempo. A través del personaje, por más caricaturesco que sea, hay rastros de Shakespeare: el tío filicida de “Hamlet”, el padre desdichado de “King Lear” y el ambicioso iluso de “Macbeth”, que consulta su futuro con tres brujas. Es tan divertido de ver como probablemente fue de interpretar para el actor.

Del lado de Arturo hay una maga (Astrid Berges-Frisbey), supuestamente emisaria de Merlín pero dado que la película no le da nombre salvo “la maga” ella misma podría ser Merlín. También hay una cantidad extraordinaria de personajes secundarios apenas distinguidos uno del otro por nombre y raza (la anacrónica Inglaterra de Arturo incluye caballeros africanos y karatecas asiáticos), y cuando uno de ellos peligra de muerte resulta difícil conmoverse por él. Arturo tiene tan solo otras dos docenas de camaradas igualmente chistosos y subdesarrollados a mano.

Sobre la cuestión de la hechicería, la inclusión de elementos fantásticos parece extraña en principio pero pronto se descubre como una de las pocas vetas creativas de la película, incorporando mitología celta y reimaginando con algo de ingenio el mito detrás de la espada en la piedra. A raíz de esto la historia está llena de pequeños misterios, de rutas que podría seguir si tuviera más curiosidad y momentos que podrían despegar en algo más entretenido, pero jamás se desvía del sendero más obvio y lineal de todos. Hay incontables versiones fílmicas sobre el Rey Arturo, Excalibur y sus caballeros; lo único que Guy Ritchie logra aquí es forzar su impronta en una de ellas.