El retrato de Dorian Gray

Crítica de Miguel Frías - Clarín

La balanza del bien y del mal

Filme irregular basado en el clásico de Oscar Wilde.

El retrato de Dorian Gray es su tercera película basada en una obra del elegante y corrosivo escritor irlandés (las anteriores fueron Un esposo ideal y La importancia de llamarse Ernesto ). Y, sin embargo, más allá de la atracción, en El retrato...

el director traiciona -deliberadamente o no- la esencia wildeana . El encanto original se transforma en severidad; la revulsiva agudeza, en signo de maldad; la filosofía del placer en fábula moral.

En plenos tiempos victorianos, Wilde construyó una gran obra, y escribió y dijo frases -de aparente ligereza- que aún hoy pulverizan los cimientos de la corrección social, de nuestras pobres e incuestionadas convicciones acerca del bien y del mal o, si se quiere, de lo moral y lo inmoral. En El retrato..., el personaje que defiende el sibaritismo sin culpas, Lord Henry Wotton, es interpretado por Colin Firth. Sus palabras transforman la existencia del joven, rígido y cándido Dorian Gray (Ben Barnes), y lo empujan hacia una vida hedonista que se convertirá en un íntimo infierno. El tercer protagonista es Basil (Ben Chaplin), un artista bohemio que pinta el retrato que envejecerá en el lugar del verdadero Gray. Entre ellos se despliega una relación homoerótica.

Lo mejor de este filme es la ambientación de época, algunas secuencias de ominosa belleza y, desde luego, el ingenio inagotable de Wilde, bien transmitido por Firth (las frases de Wilde son, desgraciadamente, carne de repetidores de aforismos). Las actuaciones, en general, son correctas, pero no la progresión dramática, demasiado abrupta, casi injustificada. En la segunda parte, Parker se inclina más por el género fantástico que por las acciones impulsadas en confrontaciones filosóficas.

Dorian Gray termina más cerca de Jeckyll y Hyde que de sí mismo. O mejor: Parker termina más cerca de Stevenson que de Wilde. Con estas salvedades, muchas, hay que reconocer que la ironía fina, la irreverencia y el festivo nihilismo del irlandés alcanzan para que la película se mantenga a flote en una cartelera mediocre, de la que Wilde, sin dudas, se burlaría.