El retrato de Dorian Gray

Crítica de Adolfo C. Martinez - La Nación

Basado en la novela de Wilde, un film que representa todos sus elementos literarios

En toda la obra del escritor Oscar Wilde se lo ve tentado por lo que se puede hacer, por lo que se puede no hacer, por lo que hay que hacer y lo que sólo se puede intentar. Esta posición que gira entre lo humano y lo mortal, Wilde la disimula entre cinismos, ironías y lujos, elementos que revindican toda su obra. En El retrato de Dorian Gray se reflejan todos esos elementos a través del protagonista (Ben Barnes, el príncipe Caspian de Las crónicas de Narnia) , un joven de extraordinaria belleza y gran ingenuidad que llega a un Londres victoriano para habitar la casona de sus antepasados. Muy pronto se verá arrasado a un torbellino social en el que el carismático Henry Wotton (Colin Firth) lo iniciará en los placeres hedonistas que ofrece la ciudad.

Cuando Dorian conoce a Basil, pintor de sociedad y amigo de Henry, se producirá entre ellos una ambigua amistad que el artista aprovechará para pedirle al joven que pose para un retrato y poder captar así toda la fuerza de su juvenil belleza.

Ese muchacho antes tímido y vacilante mira sorprendido el cuadro y afirma que vendería el alma al diablo por permanecer tal como aparece en la pintura. Mientras el retrato es ahora guardado en el ático de la casa y cada vez se va volviendo más horroroso a medida que ese muchacho sigue adelante con sus desenfrenadas aventuras, pasa el tiempo y 25 años después, Dorian regresa a la casa tras un largo viaje y, para sorpresa de sus antiguos amigos, no parece haber envejecido. Su belleza está intacta, pero su alma se ha transformado en un infierno que él ya no puede manejar.

El elenco, encabezado por Ben Barnes y Colin Firth, pudo sondear la psicología de los dos protagonistas centrales, mientras que una excelente reproducción de época hace del film un merecido homenaje al autor irlandés.