El repostero de Berlin

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

Esta es la ópera prima de Ofir Graizer, un joven de origen israelí radicado en Alemania. El filme narra dos historias de amor que giran sobre un mismo personaje pero que están atravesadas por dos culturas: la germana y la idish. “Es una historia sobre personas que no quieren ser determinadas o definidas por su identidad externa” afirma el autor del filme.

Su frase suena algo genérica, pero trata de decirnos algo que expone en la película: nuestra identidad de un hombre no termina ni en la religión que profesa, ni en las tradiciones de su origen, ni en las tierras que habita. Eso es una parte que podría ser hasta superficial o secular ya que la identidad es una construcción totalmente intima del universo de cada sujeto.

La ambición del filme de plantear eso como la verdad sobre la identidad es atractiva y algo utópica, pero es un buen tema para abordad particularmente en alguien que habita tierras germanas, siendo de otra nacionalidad. El tema de la identidad es uno de los grandes temas de la historia del pensamiento germano, en la filosofía, en el cine en la literatura, en este país tan complejo y paradigmático que es Alemania.

La “identitat” para los alemanes se determina por descendencia y no por país de nacimiento. Por otra parte, en las antípodas para el isaraelí/idish la identidad es un tema de religión por sobre todas las variables.

El filme de Graizer cuenta la historia de un joven pastelero Berlinés, Thomas, que vive un intenso romance con un ingeniero constructor de origen israelí quien viaja por negocios a la ciudad. Oren, vive en Israel, está casado con Anat y tiene un hijo, Itat. Entre Thomas y Oren parece haber una íntima conexión en más de un sentido, no solo sexual sino también amorosa. Pero Oren, al inicio del relato, debe cumplir su rutina y vuelve a Jerusalem despidiéndose de Thomas una vez más. El conflicto se dispara cuando Oren no da más señales de vida y Thomas, una vez en Jerusalem, descubre que él ha muerto. Decide así acercarse a los vínculos familiares de Oren, en especial a su mujer y su hijo. Sin revelar su verdadera historia como su trabajo en la pastelería y, ante todo, escondiendo la trama que lo llevaba hasta allí, o sea su vínculo con Oren. Thomas entra a trabajar en el café de Anat recién re abierto tras la muerte de su esposo y allí se trazan las bases un vínculo amoroso entre Anat y Thomas, una suerte de triángulo a través del ausente Oren, aquel idealizado ser, amado por ambos.

El guión en su primera parte, entre el acto uno y dos propone lo que tal vez podemos suponer una historia determinada solo por la gran reflexión identitaria, desde Anat por su posición social: viuda, y por la religión que marca cada uno de sus pasos, aún no siendo ella ortodoxa. Más por el otro lado el tema identitario de Thomas que “entrando por la puerta de cocina” logra acercarse a ese lugar que de alguna manera ocupó Oren. La trama coquetea con la idea de que el secreto de Thomas jamás se revele y que la sensación de que “todos lo saben” flote en aire, quede en el subtexto y el final del filme sea menos meloso que el que nos presenta el director (y guionista) de la película.

Es un drama sentimental sin duda lo que discurre en los vínculos centrales: el lazo amoroso entre Thomas y Oren, entre Anat y Oren, entre Anat y Thomas. Lo contradictorio del atractivo personaje de Thomas en los inicios del relato se va haciendo más obvio a medida que los personajes que lo rodean y la trama se hace más directa, explícita y cliché.

Por otra parte el clásico recurso de narrar como son las relaciones y los hombres desde el universo de la cocina y sus juegos tiene supuesto su encanto visual y simbólico, pero abusar de él es como engolosinarse con una metáfora sobre la vida, lo que la abarata y termina perdiendo todo su posible vuelo poético.

Una propuesta atractiva al comenzar que se desdibuja con el pasar del tiempo fílmico y, aunque nos quedan algo de los rostros de sus personajes y sus emociones en la retina, la trama deja fugarse lo más sutil y acentúa hacia el final los lugares comunes que al inicio había logrado evitar.

Por Victoria Leven
@LevenVictoria