El renacido

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Imponente esplendor visual

Amado u odiado casi en partes iguales y sin términos medios por los cinéfilos, el mexicano Alejandro González Iñárritu busca su segundo Oscar consecutivo (tras ganar en 2015 como mejor director por Birdman) con Revenant: El renacido. Una proeza que han conseguido John Ford y Joseph L. Mankiewicz, nada menos.

El realizador de Amores perros y Babel se inspiró muy libremente en la novela The Revenant: A Novel of Revenge, de Michael Punke, para reconstruir la historia real de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), un experto explorador que en 1823 y 1824 trabajó en expediciones dedicadas sobre todo a la caza de animales y la comercialización de sus pieles.

Mucho se ha escrito del épico y accidentado rodaje del film, que si bien está ambientado en las regiones de Dakota, Montana, Wyoming y Nebraska, fue rodado en locaciones naturales de Canadá y la Argentina (Ushuaia) en condiciones extremas que hicieron crecer de manera exponencial su presupuesto final y determinaron renuncias masivas en el equipo técnico. Pero se sabe en cine las excusas no se filman y, en ese sentido, Iñárritu salió más que airoso del desafío gracias, sobre todo, a dos colaboradores esenciales: DiCaprio y el eximio director de fotografía Emmanuel Lubezki. Sin el descomunal aporte (físico y psicológico) del actor de El lobo de Wall Street y la sensibilidad lírica de las imágenes (verdaderas pinturas) que suele conseguir el iluminador también mexicano, Revenant: El renacido no hubiese sido la subyugante película que es.

Iñárritu fiel a sus ínfulas de gran artista y a sus siempre audaces apuestas juega aquí en las ligas mayores del cine de Terrence Malick y de las épicas de Werner Herzog, como Aguirre, la ira de Dios y Fitzcarraldo. Lo hace abordando mitos y leyendas fundacionales del espíritu del oeste estadounidense, apelando a escenas muchas veces extremas (como el muy comentado ataque de un oso gigante a Gass), pero sobre todo con una narración que aquí prescinde casi por completo de los diálogos para concentrarse en el poder evocativo y poético de las panorámicas de montañas nevadas, bosques con árboles gigantes o ríos correntosos, marco de las tortuosas y peligrosas travesías que empiezan muchos y luego continuarán sólo tres personajes: Glass, su hijo Hawk (Forrest Goodluck) y el manipulador y ambicioso Fitzgerald (Tom Hardy).

No pocos podrán objetar el excesivo simbolismo, algunas recargadas frases filosóficas o una corrección política demasiado calculada a la hora de retratar los pueblos originarios (gracias a unos flashbacks sabremos que Glass ha tenido una esposa de la tribu Pawnee y también aparecen los guerreros Arikara).

Por momentos presuntuoso, en otros algo sádico (hay brutales escenas a puro gore e imágenes impactantes con flechas que se incrustan en la yugular), Iñárritu trasciende todo tipo de cuestionamientos con un esplendor (y espesor) visual, con un imponente dominio del lenguaje cinematográfico a fuerza de virtuosos planos secuencia y con una categoría artística (allí aportan también la climática banda sonora de Ryuichi Sakamoto y Alva Noto o el diseño de Jack Fisk) que hoy pocos colegas pueden ostentar. Esta vez sí el realizador mexicano estuvo a la altura de sus ambiciones.