El reino de la corrupción

Crítica de Santiago Balestra - Alta Peli

El Reino, sólida narración sobre un mal universal.

Una de las grandes ganadoras del Goya del año pasado llegó a las salas argentinas. Cosechando victorias en categorías tales como Mejor Director, Mejor Montaje, Mejor Música, Mejor Guion Original y Mejor Actor, El Reino se prueba una digna merecedora de semejante palmarés. Una historia sobre la influencia del poder político y la verdadera puesta en escena que puede llegar a convertirse, motorizada por los propósitos egoístas de algunos funcionarios corruptos.

El Castillo de Naipes se está cayendo

El Reino es una propuesta sólida, no solo por la eficiencia de un guion fluido y de mucha tensión, sino que esa misma tensión se percibe en el trabajo de cámara y la expresividad física de los intérpretes. Movimientos inquietos, a luz natural, desprovistos de cualquier artificialidad, como si fuera un documental o la captura en vivo de una unidad de noticieros en locación. Los encuadres a cámara en mano encierran sin piedad a los personajes en el conflicto que desarrolla la trama.

Desde que se presenta el conflicto, la película no para, no descansa, igual que el protagonista. Debe estar un paso más adelante de todos aquellos que quieren venderlo o derribarlo.

Es una historia que desafía a su protagonista hasta el último minuto, hasta el último fotograma. Obligándolo incluso a admitirse a sí mismo, a los miembros de su partido y a toda una audiencia de espectadores, si su honestidad es genuina o producto del miedo. A aceptar que conocía de dónde venía todo ese dinero, que eso era lo que disfrutaba y que el servicio público era un medio para un fin, más que el fin en sí mismo, cuando en una tensa reunión le preguntan ¿para qué se metió en política?, o mejor incluso ¿qué cree usted que es la política?

Estos hombres cínicos, o bien callan o despliegan una serie de palabras que son lo que las autoridades quieren oír más que su genuino pensamiento. Un idealismo que ni ellos se lo creen, que se siente no proviene de alguien que lo haya tenido alguna vez.

Es una historia que logra que sigamos a un protagonista cuestionable, en un universo que -por más español que sea- da la nota de que la ostentación a expensas del dinero de los contribuyentes es un mal mucha más universal del que realmente creíamos. Donde esa amistad en apariencia tan genuina que borda la hermandad puede volverse un “sálvese quien pueda” en un abrir y cerrar de ojos. Un cerrar de ojos que puede volverse permanente si se decide entregar a los que te rodean para evitar la cárcel.

Pero si este desarrollo de personaje, de por sí aceitado, llega más lejos de lo que se propone, es por la interpretación de Antonio de la Torre. Esa astucia para negociar con políticos incorruptibles, ese amor sincero por su familia que lo redime y le da dimensiones, esa ira con los que lo abandonan o traicionan: toda la gama de expresiones faciales y corporales se abren cual abanico en la interpretación del actor. Uno de sus trabajos más memorables desde aquel inolvidable payaso malo en Balada Triste de Trompeta, de Alex de la Iglesia.