El reino de la corrupción

Crítica de Cecilia Della Croce - Ociopatas

Es verano en la Costa Brava. En un restaurante cerca del mar, un grupo de amigos alrededor de una mesa redonda alterna bromas y mariscos con negocios. Uno de los comensales anota algo en una libretita negra y le dice a otro de los presentes: “Lo tuyo ya está”. Se trata de una reunión de dirigentes de un partido autonómico español organizada por Manuel, un tipo carismático y hábil, llamado a ocupar lugares de poder, que resulta ser el centro de una trama de intrigas políticas y corrupción que pronto sale a la luz. A medida que los medios van dando a conocer la investigación que devela detalles de un escándalo multimillonario, el círculo se va cerrando y como dice el tango “están secas las pilas de todos los timbres que vos apretás”. Manuel intenta borrar las huellas que lo vinculan a los negociados pero irremediablemente queda expuesto por quienes quieren hacer control de daños señalándolo como la manzana podrida. Sin embargo, no está dispuesto a ser el chivo expiatorio de quienes están más arriba en la cadena de mandos del partido, devenido en una verdadera banda organizada, y se la juega con las pruebas que le quedan como seguro para presentarse como arrepentido ante la prensa y dar pelea en los tribunales, tratando de salvar lo que pueda del naufragio.

Rodrigo Sorogoyen, talentoso co-guioniosta y director de El reino (de la corrupción) comenta que “la película nació desde la indignación”, que luego se transformó en un ejercicio para entender cómo (el político) se ha metido ahí, cómo encaja en una maquinaria añeja pero bien aceitada. Desde ese punto de partida construye una intriga que cuando uno podría suponer que va a encaminarse por los carriles trillados, pone el pie en el acelerador y se vuelve vertiginosa y atrapante. La fotografía y la edición son quirúrgicamente exactas y la actuación de Antonio de la Torre como Manuel es de una contundencia apabullante, en todo el recorrido del personaje, desde el canchero que se da la gran vida al traidor despreciado (“traicionar es no obedecer cuando se te dice”, le recuerda su jefe), que intenta aferrarse al “sálvese quien pueda” ante su inexorable caída.

Cualquier parecido de esta historia con la realidad de nuestro país no parece ser mera coincidencia. La escena final es un broche magistral a una película inteligente y dolorosamente real, que nos interpela a todos, y que resulta necesaria para despertar a una sociedad que parece anestesiada, de uno y otro lado del océano.