El rebelde mundo de Mía

Crítica de Diego Lerer - Clarín

A punto de explotar

La difícil vida de una chica de 15 años, explorada en este filme de Andrea Arnold.

Esa especie de subgénero que es el realismo social británico ha dado para todo tipo de películas, desde obras maestras indiscutibles (los primeros filmes de Ken Loach, Stephen Frears o Shane Meadows, la obra de Alan Clarke, etc.) hasta experimentos insoportables en miserabilismo (lo más reciente de Mike Leigh, sin ir más lejos) y/o condescendecia. Pero seguramente dio pocas películas como El rebelde mundo de Mia .

Obviando el desafortunado título local (el original es Fish Tank ), el filme es un conciso, poderoso, original y muy inquietante retrato, sí, de una familia de clase baja de un suburbio, con madre soltera alcohólica y sus dos hijas, con noches de sexo y violencia, un amante posiblemente peligroso y una protagonista siempre al borde hacer algo extremo. Pero más allá de que esos “estereotipos” de la vida de pueblo chico inglesa, lo que la directora Andrea Arnold ofrece es un retrato de una chica de 15 años (encarnada por la debutante y muy talentosa Katie Jarvis) a la que no resulta fácil catalogar.

Con algo del personaje de Rosetta de los hermanos Dardenne (clara influencia en la directora de Red Road ), Mia vive peleada con el mundo: discute a los gritos con su madre, tiene pésimas relaciones con sus pares y sueña con transformarse en bailarina de hip-hop, llevando su grabador a todas partes aunque lo suyo va más por descargar agresión a través del baile que por tener real talento para la cuestión.

El conflicto estallará del todo con la aparición de Connor (el muy de moda Michael Fassbender, de Bastardos sin gloria ), un hombre que su madre trae a su casa, que se convierte en su nueva pareja y que, en una inesperada vuelta de tuerca para este tipo de películas, hasta parece un buen tipo y todo.

La que no vive bien esa situación es Mia. Bien por celos o bien por la obvia atracción que le produce, empieza a interesarse más de “lo permitido” por Connor, por más que el tipo resista una y otra vez sus avances.

Lo que pasará luego testeará los límites de la convivencia familiar y de la empatía del espectador con Mia -que va poniéndose cada vez más agresiva-, pero Arnold siempre elegirá rutas poco transitadas para contar su historia, aún cuando le sale mal, como una subtrama en el que Mia quiere liberar un caballo blanco, encadenado, que pide a gritos llamarse Metáfora.

Arnold le escapa al paternalismo, a la condescendencia, a juzgar rápidamente a sus personajes por las apariencias y entiende que en ellos conviven gestos nobles y otros muchos más discutibles. Y que esa ambigüedad, esos grises, son los que los tornan reconocibles y humanos.