El pulso: la llamada del apocalipsis

Crítica de Emiliano Andrés Cappiello - Cinemarama

Atendeme

Ante una obra de Stephen King, la pregunta nunca es si la adaptaran al cine o televisión, sino cuándo. Eventualmente, todas llegan al formato audiovisual. Ahora le tocó a Cell, la novela del 2006 en la cual una señal extraña emitida a través de los celulares convierte a la mayor parte de la población en zombies. La película tuvo una producción complicada. Inicialmente iba a ser dirigida por Eli Roth, el amigo de Tarantino con conocido prontuario en el cine de terror, pero este se fue y terminó siendo dirigida por Tod Williams, el de Una mujer infiel (The Door in the Floor, 2004). Filmada en 2014, tardó dos años en estrenarse, y cuando lo hizo, se encontró con una respuesta particularmente negativa, con una exacerbación extraña para una película tan modesta. Muchos la criticaron por poseer, supuestamente, un discurso en contra del uso masivo de celulares, que vendría a ser una pavada similar a acusar a El resplandor de ser un panfleto en contra de los hoteles. No hay nada que realmente sostenga esta acusación en el film, pero el que le gusta sentirse perseguido en cualquier recurso narrativo siempre encuentra una ofensa.

El pulso: la llamada del apocalipsis, como la titularon localmente con habitual ridiculez, reúne a John Cusack (que no está envejeciendo con mucha gracia) y Sam Jackson, dupla que ya adaptó a King en el 2007 con 1408. Afortunadamente, ambos se toman en serio su labor, a diferencia de otros actores que parecen resentir sus roles en films menores (digamos un Willis o un De Niro). Los acompañan Isabelle Fuhrman y el gran Stacy Keach, que con un rol breve agrega enorme nobleza. El film plantea un escenario apocalíptico típico, con ciudades abandonadas y destruidas que zombies recorren buscando tentempiés. La producción accidentada del film y su carencia de gran presupuesto se notan y se convierten intermitentemente en bondades o defectos según la escena. Por un lado, permite que la película vaya siempre al punto y no se detenga en escenas redundantes o tiempos muertos. Por el otro, genera algunos diálogos agresivamente expositivos y cierto uso irresponsable de CGI berreta, particularmente en la horrenda escena final.

Pero, finalmente, su mayor virtud es esta honestidad: no hay aires de grandeza, ni autoconciencia canchera, sino una historia sencilla de género narrada con efectividad. Cine clase B con orgullo, del que agarrás en el cable o encontrás en Netflix y pasás un buen rato.