El principito

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

Aggiornandose al siglo XXI, la nueva adaptación del clásico de Antoine de Saint-Exupéry “El Principito”, de la mano del animador Mark Osborne (“Kung Fu Panda”), tiene como principal virtud el poder recuperar la esencia del relato apoyándose en una historia vívida y real sobre la pérdida de la inocencia a partir de aceptar, o no, algunas responsabilidades.
El cuento sirve como punto nodal entre los personajes protagónicos y la historia en sí, y también funciona como una contraposición entre el deber ser y el querer de la niña (protagonista), quien debe, o debería, cumplir con una estricta rutina de estudios y entrenamiento impuesta por su madre, una abogada poco presente, quien desea para ella lo mejor, o al menos lo intenta.
Mientras la niña ante la exigencia responde con más exigencia, al mudarse de casa, para poder ingresar a las Academias Werth (la más exclusiva escuela para niños de la zona) por geografía y no ya por entrevista (porque perdieron la oportunidad), un excéntrico vecino le mostrará, a través de las páginas de un relato narrado en primera persona, las posibilidades de conocer un mundo totalmente opuesto al que ella diariamente vive.
Así Osborne va incorporando dentro de la historia de la niña y el anciano la clásica narración de Saint-Exupéry de manera relajada y tranquila, y mientras el relato principal es contado a partir de una cuidada animación en 3D, el “cuento” del pequeño príncipe es relatado con imágenes de stop motion de una belleza y delicadeza únicas, con una cuidada y esmerada producción, que revitalizan la clásica imagen que del pequeño príncipe se tiene presente.
“El principito” busca revitalizar la clásica historia tomándola al pie de la letra, y entrelazándola con la historia de la niña que necesita de una vez por todas romper con los cánones y esquemas impuestos en una sociedad que abruma con horarios, tareas, fórmulas y rutinas, y que terminan, vaya paradoja, normalizando cuerpos y deseos infantiles.
Porque si de algo habla la historia del narrador francés es de poder seguir imaginando y soñando mundos posibles, diferentes a los que se viven y en los que la diferencia puede estar tan sólo en el hecho de anhelar percibir el perfume de una rosa.
Osborne redobla la apuesta de su filme y si bien es anunciado desde el arte la construcción de un relato basado en “El principito”, este es tan solo un apéndice del gran relato que el director quiere contar, uno que se apoya en la vida moderna para demostrar que nada puede estar bien cuando a un niño se le quieren imponer los mismos esquemas de exigencias que a un adulto.
“El principito” habla de ese pequeño que soñando pudo superar obstáculos y escapar de aquel exagerado amor con el que una flor le quiso cambiar su vida, y justamente desde este hecho construye un entrañable relato en el que una niña y un anciano terminan congeniando y compartiendo momentos de lucidez y revelación sobre el estado actual de las cosas.
La rutina como amenaza de la niñez, la perdida de la inocencia desde exigencias y evaluaciones innecesarias, la familia como espacio de construcción de sentido y principalmente la amistad, esa entrañable y pura, que termina siendo el motor y el impulso de la vida, son tan solo algunos de los tópicos de los que habla la película con naturalidad, pero también con grandeza.
Ingeniosamente Osborne desdobla su “cuento”, captura temáticas de “El principito” original para actualizarlas y aggiornarlas con el relato del “presente”, un espacio en el que no hay lugar para la imaginación ni la niñez, pero en el que se hace necesario recuperar la capacidad lúdica para, de alguna manera, seguir creyendo en los sueños y en los deseos más profundos de cada uno. Bella y entrañable historia.