El principito

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

El mensaje es demasiado visible a los ojos

La poesía de El Principito sobrevive en esta versión reduccionista del clásico relato de Saint Exupéry.

Lo primero que salta a la vista de esta nueva versión cinematográfica de El Principito es que se trata de una película rara. No parece diseñada con los mismos patrones de ingenio y humor que rigen hoy la industria del cine de animación infantil, que es por lejos la que ofrece los productos más interesantes en las salas masivas.

Lo que pergeñaron Mark Osborne (Kung Fu Panda) y sus guionistas no es una adaptación directa, sino una historia dentro de una historia. Así algunas escenas y personajes del famoso relato escrito por Antoine de Saint Exupéry en 1943 aparecen enmarcados por otro relato: el de una nena estudiosa y aplicada que descubre en las figura del principito y del aviador (ahora anciano) el verdadero sentido de la infancia.

Si bien desde un punto de vista narrativo, el ensamblaje entre ambas historias está logrado y de hecho se produce un diálogo fluido y dramático entre ellas, el inconveniente mayor es que la historia marco –la de la nena– funciona como una interpretación reduccionista del texto original.

El relato de Saint Exupéry es tremendamente ambiguo y poético y parece cambiar de significado con cada lectura. Sin embargo, esta adaptación lo convierte en una especie de alegoría de la falta de imaginación en un mundo burocrático y uniformado, donde los adultos no son más que engranajes de una inmensa máquina laboral donde parecen fusionarse los peores defectos del comunismo y del capitalismo.

Sin embargo, la poesía (incluso la cursi, en la que también incurría el escritor francés) sobrevive en varios momentos de esta versión, más en el aspecto visual –en las distintas texturas del dibujo animado, especialmente cuando evoca las ilustraciones del propio Saint Exupéry– que en aquellas escenas en las que se esfuerza por resultar poética y sólo consigue ser sentimental.

No tanto El principito como su mitología contribuyó a imponer el concepto de que los niños son creativos, sensibles, ingenuos, desprejuiciados y esencialmente buenos. La película se arraiga en esa idea hasta el extremo de volverla maniquea, ya no un concepto sino un supuesto. Algo que incluso se ve en los marcados contrastes cromáticos que separan una realidad de la otra y que tienden a subrayar de manera demasiado didáctica o explicativa el mensaje de fondo.

Por fortuna, aquí otra vez la carga de ambigüedad del texto original, su distancia respecto de cualquier realidad pasada, presente o futura y su melancólica universalidad tienen el poder suficiente como para abrirse paso y resplandecer a través de las imágenes de ese mundo gris y geométrico, concebido por unos guionistas cuya imaginación está a años luz de la del escritor francés.