El principito

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

LA EXPRESIÓN DE UNO MISMO

Programación para las 12 del mediodía: contar las monedas del tarro. En realidad, esta tarea no se incluía en el cronograma cuidadosamente estipulado por su Madre o como ésta lo designaba “su plan de vida” hacia la adultez. Pero la Niña estaba segura de que una simple distracción en los quehaceres diarios no podía cambiar su meta: ingresar a la Academia Werth tras haber malgastado su oportunidad anterior.

Toma el tarro, desparrama su contenido sobre la mesa y en el momento en que junta un pequeño puñado de monedas, algo le pincha el dedo. Revuelve entre los círculos metálicos y halla al culpable: una diminuta espada. Un tanto sorprendida, la Niña hurga entre las capas de monedas y se topa con más tesoros: una pelota fluorescente, una flor, un avión rojo y el muñeco de un principito. Ella le devuelve su espada y mira aquellos tesoros todavía absorta, aunque no lo suficiente para desatender las restantes actividades.

Los objetos se resignifican esa misma noche, cuando entra por la ventana de la habitación un avión de papel. Una vez desarmado, la hoja deja ver un dibujo del mismo principito y el inicio de su historia. Si bien al comienzo la Niña intenta alejarse del Aviador, el vecino extravagante que intenta acercarla al cuento y convertirse en su amigo, algo en su forma de presentarse frente al mundo y de la peculiar casa/ torre repleta de inventos le atrae.

Para abarcar la nueva obra de Mark Osborne, quizás sea más prudente efectuar un acercamiento hacia El Principito como metatextualidad en lugar de pensarla como una adaptación del libro de Antoine de Saint- Exupéry puesto que el director construye una relectura de la obra original que está más ligada a una impresión crítica (en el sentido del análisis), a una elaboración y detenimiento de ciertos fragmentos significativos para afianzar su mirada o a un juego de realidades, texturas y colectivos imaginarios que funcionan como apoyatura y confluencia de la otra historia.

De esta manera, el personaje de La Niña actúa como el nexo entre ambos mundos a través de su desdoblamiento: por un lado, se la posiciona como el reflejo de la enajenación de los adultos y, por otro, como el emblema de recuperación de la infancia.

En las primeras imágenes sólo se distingue a La Niña de la Madre por el tamaño del cuerpo ya que las dos realizan ciertas actividades, como lavarse los dientes o levantarse de la cama, de la misma manera. Ambas componen una duplicación automatizada y en detalle del mundo adulto regido por una serie de estructuras que impiden una comprensión o conocimiento de lo más cotidiano, las fantasías, lo imaginario, lo lúdico, lo ingenuo; ya no hay tiempo para detenerse en mirar a una flor o reírse de uno mismo. El mundo, por el contrario, se limita a compartimientos estancos y reglados que se saturan en el cumplimiento de las obligaciones, en los grises y solitarios zoom in que muestran las oficinas, los barrios o las mismas calles.

Pero La Niña produce un quiebre gracias a la compañía del Aviador y a la historia de El Principito: descubre la riqueza del mundo, de lo simple y de sí misma hasta el punto de volverse vulnerable a los sentimientos y a las personas. La revelación de la obra transforma la duplicación anterior del mundo adulto en su propio desdoblamiento en tanto niño/ adulto, como lo fue en el pasado el mismo aviador perdido en el desierto del Sahara tras la aparición de El Principito.

Osborne realiza un gran trabajo visual en la película para la articulación de ambas historias. Utiliza animación digital para retratar ese mundo adulto e incomprensible de La Niña y su Madre y lo intercala con un tratamiento delicado a través del stop motion para representar el imaginario del cuento, donde los ambientes y personajes parecieran adquirir la textura del papel crepe o de la seda, con sus pliegues y transparencia que le devuelven la sensación de ensueño o de un plano más onírico.

En consecuencia, en la combinatoria de puestas en escena, técnicas y simbologías, los personajes también se recontextualizan en la mirada del director, sobre todo en la última parte del filme, donde la duplicación se torna fundamental y la apropiación de rasgos distintivos permite jugar con los saberes ya dados hacia otros diferentes.

“Ya no sé si quiero ser mayor”, le confiesa La Niña al Aviador y éste le responde sabiamente: “El problema no es crecer, sino olvidar”. El mundo onírico y la realidad gris se engullen entre sí, en principio, por la búsqueda de un dominio pero luego como resultado de una simbiosis y reciprocidad porque, a final de cuentas, la lucha reside en el propio ser y la victoria sólo depende de cómo se mire desde el interior.

Por Brenda Caletti
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