El príncipe

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Barrotes de prisión y sueños afiebrados

La ópera prima de Sebastián Muñoz delinea un melodrama carcelario que interviene simbólicamente en la sociedad de su país.

Además de reconocimientos en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y el Festival de San Sebastián, El Príncipe fue elegida Mejor película de temática LGBT en el Festival de Venecia. Ópera prima de su director, Sebastián Muñoz Costa del Río, El Príncipe lleva a la pantalla la novela del chileno Mario Cruz, y sitúa su drama carcelario en el Chile de los ’70, con Salvador Allende próximo a ser presidente.

Si se atiende al comienzo y cierre del film, franqueado entre el desborde pasional que lleva a la cárcel al protagonista y el discurso radial de Allende, presto a llevar adelante su proyecto de gobierno, el paréntesis supuesto oficia de manera contenida y desesperada. Porque El Príncipe es una lectura en clave sobre aquel momento, ese umbral que abre los años ’70, pero también puede decirse que es expresión de estos días, con esa misma sociedad sublevada y ocupando las calles. Lecturas que dan vueltas tras ver el film de Sebastián Muñoz, encerrado entre paredes de poca luz y roídas, agua fría y disputas de poder.

A este nido llega Jaime (Juan Carlos Maldonado). El relato lo introduce de modo fragmentado. Lo que está claro es que hubo una muerte. Quién y por qué se sabrá después. No casualmente, el ingreso al penal se produce en compañía del bolero “Ansiedad”, en una espléndida versión interpretada por Gabriel Cañas. El exceso que su letra implica, presumiblemente oída durante el crimen cometido –leitmotiv que acompañará el drama-, tendrá consonancia con otros hechos y músicas que el film depara. Entre ellas, el tango “Pasional”, que el recluso Che Pibe (Gastón Pauls) interpreta entre guitarras y amores masculinos.

Porque El Príncipe es una historia de amor, con un protagonista así bautizado desde el despecho, por parte de quien será desalojado de la cama del Potro (un estupendo Alfredo Castro), ahora ocupada por este “principiante”. En esta celda abarrotada, de cama cucheta y hombres emparejados, habrá de encontrar cómo sobrevivir Jaime. El título que le otorgan predice algo. Porque una vez allí, bajo el ala del Potro, un aura distinta comenzará a brillarle. Como si de a poco entendiera cómo son los mecanismos que allí dentro funcionan y qué hacer para no ser sólo un engranaje más.

Jaime se deja llevar por la situación, encuentra de a poco su lugar, y comienza a hacerlo validar. En el camino habrá instancias decisivas: buscar un corte de pelo determinado, una chaqueta anhelada, una guitarra. El referente es Sandro, el gitano de la película de Emilio Vieyra. Esa alusión al cine no es la única, permite pensar otras, entre ellas el diálogo inevitable con Manuel Puig y El beso de la mujer araña: el cine, la música, posibilidades de un sueño que permita sortear el encierro, con el afecto como llave humana.

Es por esto que vale tener presente que ese sueño podría también ser el de una patria socialista: amor y política se requieren. Pero esto es ulterior, tal vez inmanente, ya que la película nunca lo declama; lo que elige y le corresponde es acompañar a su personaje en este calvario. Un camino tortuoso pero tal vez luminoso. Una paradoja de correlato con la otra vida que Jaime llevara antes de ingresar allí: surgida entre relatos y/o recuerdos, nunca está muy claro dónde sucede lo que se ve, podrían ser ambas situaciones. Entre estas evocaciones, la figura del gitano surge próxima, respirable, causal de esta fascinación carcelaria. Es la imagen del exceso, lo que está más allá, el ardor imposible que consume a quien se acerca. Jaime, el príncipe, quiere tocar esa llama. Por eso, el crimen. El gitano amado, el cantante, su sonrisa, el personaje de las revistas. Distintas caras de un mismo objeto de adoración.

Y por eso el bolero, la ansiedad para siempre, la pulsión tanguera, y el momento de baile entre presos luego de asistir a la proyección cinematográfica: una situación romántica condenada a desesperarse (es el momento más bello del film, aquí sí cercano a la imaginería de Puig). Porque Jaime seguirá preso de ese sueño gitano, más fuerte que la cárcel misma (de acá no quiero salir, dirá), porque corresponde a otro orden, a un después alucinado; y también porque el Potro se sabe en desventaja ante ese gitano, ese fantasma, parecido a Sandro. Un cruce de desenfrenos que aun cuando se dispensen afecto, no habrá unión carnal que pueda inmovilizar la promesa de un más allá que ciega.

Esa demasía es a la que el film se atreve. Por esto la clausura cíclica. Así como en El Padrino, de Coppola. Entre Padrino y Príncipe, hay simetría. Hay una reiteración de situaciones, con el príncipe vuelto rey. Un Shakespeare de realeza cercana, como el Julio César que representan los presidiarios que los hermanos Taviani filman en César debe morir. Arribado este punto, lo que sigue es la consumación en el fuego, dejarse abrasar en este dolor que gusta. Es lo que le pasa al Potro, es su tragedia. Y lo hace a la manera maleva, contra el argentino que supone ser el Che Pibe. “Morir en su ley”, como dicen, también título de una de las películas del gran Manuel Romero, director que de síntesis sensible entre cine y tango.

El Príncipe se ofrece, de este modo, como un melodrama homosexual. Aunque no sería suficiente adjetivar así a la película. Porque se trata, antes bien, de un melodrama. Entre personas encerradas y necesitadas de relación y vínculos, de afecto. Circundadas por guardias y vigilantes de moral marchita. Esos que pocos años después pisotearán el sueño de una sociedad igualitaria y diversa, para hacer extensivo un mismo estado de sitio carcelario.

Pero está la llama que todo lo quema. Ante ese alumbrar prometido, alucinado, no hay cárcel posible.