El príncipe

Crítica de Ariel Abosch - El rincón del cinéfilo

Cumplir una condena en la cárcel es un momento dramático y duro para cualquier persona. Hemos visto, leído y escuchado historias sobre los presidios y los presos. La violencia permanente, los roles que cumple cada uno, estableciéndose un orden jerárquico según quién es el más fiero, o tiene la capacidad de conseguir artículos o favores a los carceleros, como así también, para los reos.

Pero en esta película de origen chileno, con apoyo argentino, este tipo de situaciones quedan en un segundo plano, están ahí, pero no es lo importante, sería reiterativo. El director Sebastián Muñoz Costa Del Río prioriza una cuestión siempre inherente al ser humano: el amor. Si, el amor, en este caso, entre hombres, detrás de las rejas.

Jaime (Juan Carlos Maldonado) alias “El Príncipe” es encarcelado una noche, después de haber asesinado al Gitano (Cesare Serra) por celos y no ser correspondido.

Dentro de la celda debe ponerse inmediatamente bajo el mando de un veterano y experimentado presidiario, el Potro (Alfredo Castro) sin discutir ni oponerse. Allí deben convivir cinco delincuentes contando con una pequeña mesa y dos camas superpuestas. El amontonamiento provocará encuentros con mucho sexo y amor, pero muy pocos conflictos.

Narrado en tiempo presente, aunque, de tanto en tanto, el realizador recurre a los flashbacks para completar la historia personal de Jaime, como recurso válido para informarnos cómo era y las cosas que hacía cuando estaba en libertad. De este modo, llegamos a conocer también el motivo por el cual el protagonista es encarcelado. El film transcurre en una época especial del país trasandino. En un segundo plano se van contando los días previos a la asunción del elegido presidente Allende, en el que funciona solamente como una ubicación temporal y, por otro lado, actúa como un resaltador de la esperanza que generaba ese gobierno en cierto sector de la ciudadanía. Y, para coronarlo todo, la canción que ambienta el dolor, la opresión, angustia, resignación, falta de intimidad, desprejuicio, etc., describiendo todo sin tabúes ni censuras, es el bolero “Ansiedad”, cantado en varias ocasiones por distintos intérpretes.

Salvo alguna que otra rencilla la vida de los detenidos es rutinaria, hasta que un día rompe esa monotonía la llegada de un delincuente con antecedentes, llamado el Che Pibe (Gastón Pauls), que tiene un pasado, no revelado, con el Potro. Su presencia altera las relaciones personales de tal manera que molesta y cambiará el destino de ellos.

Un párrafo aparte merece un detalle técnico que hay que tener muy en cuenta para que los espectadores que vayan a verla, estén prevenidos. Los chilenos hablan muy cerrados, con su tonalidad tan particular, no modulan bien las palabras y expresan muchos modismos autóctonos. Estos inconvenientes pueden ser subsanados sólo con un subtitulado, o tener la fortuna de poseer un oído absoluto. Es una lástima que si el director pretendía, como está sucediendo, que su obra tenga un recorrido internacional, no lo hubiese previsto y aconsejado a que sus intérpretes digan sus parlamentos con un español mucho más tradicional y no para que lo comprendan sólo sus compatriotas.