El príncipe de Persia

Crítica de Ramiro Ortiz - La Voz del Interior

Las mil y una aventuras

El cine ha bebido siempre de todas las demás artes, y los videojuegos se suman a esta paleta en las últimas décadas. Los derechos de este filme fueron adquiridos hace unos seis años atrás y durante el tiempo posterior se sopesó la idea de rodar una película animada, hasta que el productor Jerry Bruckheimer (Piratas del Caribe) y el departamento de cine de acción real de Walt Disney volvieron irresistible la tentación de hacer una versión de carne, hueso y efectos especiales. Disney incluso encaró el filme como la gran producción del estudio para 2010, o sea, la película que espera que dé las ganancias suficientes como para equilibrar el resto de las inversiones del grupo económico y que se planificó como el primero de una saga que estaría conformada por siete capítulos.

La elección de Mike Newell como director fue el siguiente paso. Parecía ser (y es) uno de los mejores para encauzar la enorme cantidad de fantasía que circula por esta historia ambientada en la antigua Persia (un imperio musulmán hoy extinguido que abarcaba porciones de Asia y África) y rodada durante ocho semanas Marruecos, uno de las actuales ciudades ícono de esa porción del mundo árabe.

Como lo hizo en Harry Potter y el cáliz de fuego, brinda aquí poco menos que una lección acerca de cómo deben usarse los trucos visuales a gran escala, sin que estos interfieran con el contenido épico de un relato. Por ello mismo, la fábula de las traiciones y las lealtades que se desatan alrededor de una daga mágica, tiene el basamento humano para interesar al espectador de esta película, sin distraerlo y paradójicamente sin sepultarlo bajo el gran espectáculo que rodea al cuento.

En la pantalla, el oro, ébano, marfil, esmeralda y azahar parecen volverse reales cuando los reyes, princesas y guerreros los rozan con sus cimitarras, dagas y venenos, asaltando palacios o resistiendo el sol del desierto a lomo de sus camellos, en busca de un destino que pareciera o no estar escrito de antemano. Las aventuras son el camino para averiguarlo.