El príncipe de Persia

Crítica de Javier Alcácer - Otros Cines

El príncipe que quería ser pirata

La sociedad entre el estudio Disney y el productor Jerry Bruckheimer, mecenas e instigador del blockbuster piroténico -y padre putativo de Michael Bay-, fue un éxito para las arcas de ambos. Después de consolidar una saga en el cine de aventuras como Piratas del Caribe, los inversores apuestan a un videojuego para su próxima franquicia. Y no cualquier videojuego, sino uno de los más emblemáticos de todos los tiempos: el Prince of Persia (por cierto, su parecido con El ladrón de Bagdad, de Raoul Walsh, con Douglas Fairbanks es cualquier cosa menos discreto).

La verdad sea dicha, esta película se basa más bien en la segunda saga de las aventuras del Príncipe, aquella que comenzó en el 2003 con Prince of Persia: The Sands of Times y poco y nada en los juegos de 1989, 1994 y 1999. Sin embargo, en aquel nuevo comienzo se mantenía a uno de los elementos que hizo del Prince una novedad: la habilidad del personaje, que tenía que pasar saltando de aquí para allá, esquivando todo tipo de trampas para rescatar a la princesa. Además, el Sands of Times introdujo un nuevo elemento a la saga: la daga de los tiempos, un arma que podía volver el tiempo atrás y resultaba muy útil a la hora de repetir algunas de las acrobacias imposibles que tenía que lograr el príncipe y que no siempre salían bien.

En la versión cinematográfica, la daga de los tiempos es el McGuffin que funciona como motor a la trama. El punto de partida es similar al del juego: el príncipe roba la daga y se desata el caos. A eso, la película se le agrega un guiño -algo tardío- a la invasión a Irak, curioso en un amigo de la política de los halcones como Bruckheimer: los persas invaden una ciudad vecina porque se supone que le venden armas al enemigo. La película empieza con un flashback en el que se relata cómo el príncipe fue adoptado de las calles por el rey debido a su valentía, oportunidad que el relato aprovecha para mostrar las habilidades de parkour del futuro príncipe a través de los toldos y techos del reino de Persia.

Por desgracia, de poco y nada sirven los esfuerzos de los dobles de riesgo y de los modelos creados con CGI, porque detrás de las cámaras está Mike Newell, en su nueva faceta de artesano de blockbusters (¡Gracias Harry Potter!).

El inglés Newell, quien fuera en algún momento un director de comedias románticas con cierta gracia, demuestra a lo largo de las dos horas de metraje que no sabe cómo filmar una escena de acción. Niega el movimiento coreográfico de sus actores y abusa de la cantidad de planos: como resultado ni siquiera ¡tres! editores pudieron lograr que las escenas de acción tengan un mínimo de cohesión. La imperecia de Newell termina saboteando lo que hace a la marca registrada de las producciones de Bruckheimer: el brillo y el trabajo millonario del diseño de producción queda relegado a ser el fondo de lujo de unas secuencias en las que apenas se distingue a los personajes.

Además de la del director, hay otra pésima elección en El Príncipe de Persia: Las arenas del tiempo: la del protagonista. Jake Gyllenhaal es un excelente actor (véase Donnie Darko, una de las mejores películas de la década que pasó), pero no funciona como héroe de acción y mucho menos uno fanfarrón y confidente como Dastan. Mucho gimnasio, pero nada de carisma. Por ahí andan, entre el desierto y los palacios, Gemma Arterton haciendo lo mismo que en Furia de Titanes, Alfred Molina canalizando al Sallah de John Rhys-Davies y Ben Kingsley como Nizam, el malo-malísimo detrás de todo.

Tampoco ayuda un guión trillado y desprolijo que, como si fuera poco, se encarga de explicar todo lo que pasa. Un buen ejemplo de esto es la secuencia en la que Dastan descubre que la daga puede llavarlo al pasado inmediato, primero se lo narra de manera visual. Enseguida, sin que haga falta, dos personajes explican lo que uno acaba de ver.

Para ver una buena de aventuras mejor volver, por millonésima vez, a Indiana Jones (las primeras tres, claro). O, por qué no, a El ladrón de Bagdad. O, mejor aún, ir a las fuentes y ayudar al príncipe a rescatar a la princesa.