El primer hombre en la luna

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

Adelantado espacial

En El primer hombre en la luna, Damien Chazelle retrata de manera obsesiva y distante a Neil Armstrong, el astronauta más famoso de la historia.

Neil Armstrong está a punto de apoyar el pie derecho en la luna cuando dice, para que lo escuchen miles de millones de humanos: “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. ¿Qué habrá sentido Armstrong antes de pisar terra incognita? Habrá sentido una emoción enorme, sin duda. ¿Pero cuánta? ¿Puede medirse? ¿Habrá sido el mejor momento de su vida? En la adaptación de Damien Chazelle del libro de James R. Hansen, el astronauta no es Ziggy Stardust ni un patriota con la bandera norteamericana al hombro, listo para clavarla en el primer cráter. Es un batallador que lleva encima una enorme guerra perdida, familiar, y pone todas sus energías para ganar la guerra definitiva.Es, nunca mejor dicho, un hombre con una misión. Y es también, si bien con menos lustre, otro característico héroe cabizbajo de la breve filmografía de Damien Chazelle.

Con más claroscuros que grises, los personajes del director francoamericano están sujetos a rutinas excesivas, y no hay nada épico en sus vidas. Como el baterista que desafía a (y es desafiado por) su conductor en Whiplash, como el músico de jazz frustrado de La la Land, el Neil Armstrong que presentan Chazelle y el guionista Josh Singer (Spotlight, The Post) es un hombre de familia con una promisoria carrera en la NASA. Los procesos son lentos, y la cinematografía de Chazelle también. A mediados de los sesenta, mientras algunos de sus amigos mueren en misiones abortadas, Armstrong tiene su primer hit al conseguir conectar dos módulos en la órbita terrestre como parte del Proyecto Gemini (un precedente del Proyecto Apolo). Un Ryan Gosling fatigado e inexpresivo, vagamente emparentado con el padre fracasado de Blue Valentine, es el encargado de encarnar a Armstrong, mientras la británica Claire Foy encarna a su mujer, Janet, quien muchas noches recibe a su marido como a un pugilista que vuelve de recibir una paliza.

Si hay una película con la que puede vincularse El primer hombre en la luna es Rush, la gran obra de Ron Howard. La tensión que se siente cada vez que Niki Lauda (Daniel Brühl) y James Hunt (Chris Hemsworth) se juegan la vida al subir a sus máquinas es la misma que transmite Chazelle cuando los astronautas cierran las escotillas para ser arrojados al vacío. Existe ese mismo sudor, la temeridad del acto. Lo que parece un acto suicida, lo innecesario del riesgo, se transforma en una tarea, algo que regularmente sucede, y un grupo de personas se prepara diariamente para que alguien del otro lado selle la cápsula a oscuras. Ese trajín también se transmite innecesario. Armstrong sube a una máquina simuladora de las vueltas bruscas e interminables que sufrirá la cápsula fuera de la órbita terrestre, y ese entrenamiento insano generalmente termina con vómitos, la cara roja, cuando no ocurre el desvanecimiento.

Si Armstrong fue heroico, no lo es menos Chazelle, al dejar fuera del film el momento en que el astronauta planta la bandera norteamericana en la superficie lunar. La ignorancia de ese momento, más significativo para los estadounidenses que para el resto del mundo, abunda en resonancias. Para el director, es la obstinación de su perspectiva y su método, el retrato meticuloso de la tarea y los medios, a espaldas del remate y la gloria nacional que espera retratar la industria de Hollywood. Para la familia de Armstrong y miles de patriotas, es el enojo por haber obviado una instancia triunfal para un país asfixiado por la Guerra Fría.

Lo que Chazelle y Singer no dejan afuera es el alivio generalizado que se vivió dentro y fuera de la NASA aquella noche del 20 de julio de 1969, cuando el Apolo 11 aterrizó en la luna. Los Estados Unidos se desangraban combatiendo al comunismo en la Guerra de Vietnam, con una polarización de su población intimidante para la administración Nixon, y la conquista espacial era, a falta de un triunfo en el sureste asiático, el éxito tan anhelado. Cuando el ambicioso proyecto Apollo se puso en marcha, las manifestaciones pacifistas incluyeron la millonaria inversión del programa de la NASA en sus reclamos. “Whitey On The Moon”, el tema de Gil Scott-Heron, fue sintomático de esa época de inequidades. “No puedo pagar la cuenta del doctor, pero el blanquito está en la luna / Pasarán diez años y todavía estaré pagando, pero el blanquito está en la luna”. La canción del visionario activista suena en la cinta, con el quebranto de sus tambores, mientras circulan imágenes de las manifestaciones, dándole por momentos al film un cariz documental. ¿Quién puede acusar a Chazelle de parcialidad cuando su trabajo está tan bien detallado, tan puesto en contexto, algo fundamental para cualquier biopic?

En el corazón de la película está la muerte de Karen, la pequeña hija de Armstrong que como un penoso Rosebud reaparece constantemente en las visiones del astronauta. Hay pocos detalles sobre la vida familiar del protagonista, más allá de los cuidados de Janet y su temor a perder al marido en el espacio, pero el guion de Singer fija obsesivamente las imágenes de la niña en cada recoveco de su periplo. Incluso en el momento cumbre, una lágrima rueda por su mejilla y brilla en las transparencias de su casco. ¿Fue ese el mejor momento de su vida? Entre tantos tecnicismos y anorexia emotiva, El primer hombre en la luna juega con las expectativas. Y lo hace razonablemente bien.