El precio del mañana

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Autodepuración social

En el futuro, la medida de todas las cosas será el tiempo. El dinero será reemplazado por una oferta y demanda de minutos, meses y años, donde la brecha entre ricos y pobres se ensanchará y las ciudades se dividirán de acuerdo a zonas horarias quedándose los excluidos en lo que se denomina guetto, donde todo se hace a las apuradas mientras que aquellos que acumulan años vivirán alejados de los márgenes en la cultura del consumismo y la lentitud, rodeados de guardaespaldas y sin preocuparse por sobrevivir.

Bajo esa premisa se tejen las coordenadas de este interesante film futurista y distópico El precio del mañana, que por su riqueza de ideas permite una serie de lecturas por encima de la historia concreta, la cual abraza algunos elementos del thriller con ciertos rasgos de ciencia ficción cuando en realidad se trata nada menos que de una metáfora contundente sobre las leyes de la economía del capitalismo más salvaje, cuya faz más cruel no es otra que la del control social a partir de las variaciones del costo de vida con el objeto de preservar el estatus quo de los poderosos en detrimento de la miseria de los marginados.

El tiempo se compra; se vende; se roba; se apuesta; se regala; y en definitiva se acopia en cápsulas que se guardan en cajas fuertes de los bancos para garantizar la inmortalidad de aquellos que tienen acceso en un mundo donde todos viven hasta los 25 años y luego de esa fecha tendrán un año de gracia en el que aparece un reloj digital en la muñeca y una cuenta regresiva que no se detiene y que si llega a cero significará la muerte.

Nadie envejece en este universo artificial y frío por lo cual madres, hijas y abuelas conservan el mismo aspecto juvenil de los 25 años y lo mismo ocurre con los hombres. Por otra parte, la mayoría de los mortales vive en acotado margen de tiempo ya que las chances de acumular años son casi nulas salvo en luchas clandestinas o robos. Sin embargo, el destino del protagonista Will Salas (Justin Timberlake, muy mal elegido), -que tras sus 25 años ha logrado sobrevivir tres años más- cambia en un segundo cuando accidentalmente se cruza con un misterioso y desconocido hombre que está cansado de vivir y le entrega cien años gratuitamente y le revela las claves de un sistema perverso de autodepuración social para que intente destruirlo desde adentro. Pero pertenecer a una clase marginal y contar con un tiempo extra por un lado obliga a tomar precauciones al ser blanco fácil de ladrones y mafiosos y por otro levanta sospechas en las esferas de quienes se encargan de mantener el equilibrio del sistema cronometrando vidas ajenas. Esa es la tarea del cronometrador (Cilian Murphy), una suerte de policía que merodea la zona del guetto cada vez que algo se descontrola o aparece alguna anomalía como el caso de Will, quien logra infiltrarse en el grupo de los elegidos y conoce a la hija rebelde de uno de los hombres más poderosos (Amanda Seyfried) que busca emociones fuertes y se diferencia de su padre en relación a los conceptos de la desigualdad social.

Si bien el relato no avanza en profundidad respecto a las ideas que esboza en un principio tampoco se desliza hacia el conformismo o la típica película de acción que hubiese significado el desperdicio total de una propuesta inteligente y atractiva que apuesta a satisfacer a todos los tipos de público sin la sensación de traicionar a nadie.

Ese mérito se debe pura y exclusivamente al director Andrew Niccol, quien al igual que con Gattaca vuleve a contar una historia con un ojo puesto en el futuro y otro en el presente.