El precio del mañana

Crítica de Martín Stefanelli - ¡Esto es un bingo!

Después del avance que tuvieron los estudios de los genes en las últimas décadas, si alguien se detiene un minuto a pensar en todos los futuros posibles hacia los que camina la humanidad, ese alguien no puede imaginar un futuro que no sea distópico. Andrew Niccol se detuvo dos veces. La primera vez se hizo conocido con Gattaca, esa película en la que el personaje de Ethan Hawke, destinado a la vida proletaria por no haber sido modificado genéticamente, tiene que demostrar su verdadero valor para poder cumplir su sueño de viajar al espacio, un lugar reservado a la elite diseñada en los laboratorios. La segunda, más de una década después, Niccol llega a los cines con otro futuro aterrador. En El precio del mañana Justin Timberlake (¿el Ethan Hawke de esta era?) también tiene un destino que torcer a puro golpe. Su personaje vive en un mundo donde gracias a los avances de la ciencia los seres humanos detienen su envejecimiento a los 25 años. Pero no se trata del País de Jauja: después de los 25 años cada minuto que vivan deberán pagarlo con trabajo y si no tienen con qué, deberán afrontar la deuda con su propia vida. Cada uno de los habitantes lleva en su muñeca un reloj que marca el tiempo que le queda. Si trabajan, venden o roban, ese reloj aumenta sus números. Si compran, regalan o están desempleados, la hora de la muerte se acerca segundo tras segundo. En esta película el refrán que dice que el tiempo es dinero es llevado a su máxima expresión.

El precio del mañana, como todo el cine de ciencia ficción, es una película política y, en este caso particular, hasta se podría decir que es una película económica. Durante la primera mitad ?la parte que más se disfruta? asistimos a los constantes intercambios monetarios de los personajes, a las consecuencias de la inflación o a la subsistencia diaria a la que están sometidas las clases más bajas, que siempre andan con el tiempo justo.

Will Salas (Justin Timberlake) es un obrero que vive con su madre (Olivia Wilde, sí, es gracioso, pero recuerden que todos tienen 25 años corporales) en la zona más pobre y que por un golpe de suerte, como si ganara la lotería, recibe de parte de un millonario 100 años para gastar. Con ese tiempo de sobra inicia su incursión en el barrio de los ricos, un lugar vedado a la gente de su clase. Y la película cambia de rumbo. Se transforma en una de persecuciones cuando un cronometrador (algo así como un policía de los segundos) lo acusa de haber robado esa fortuna que cuenta el reloj de su muñeca. Hay que decirlo, El precio del futuro es bastante obvia cuando emite su discurso político: este, por ejemplo, que el policía cumple su benemérito rol de guardián del statu quo a pesar de su magro salario.

Mientras siguen las persecuciones la película empieza a buscar la manera de cerrar el relato. El eterno gran problema de las historias grandilocuentes, muchas veces, el problema de la ciencia ficción. Para eso Niccol encuentra una luz al final del túnel en la belleza anime de Amanda Seyfried, que se transforma en la compañera de aventuras de Justin (primero forzada y luego voluntaria) en la huída que emprende de sus cazadores. Juntos se convertirán en una especie de Bonnie y Clyde futuristas, hijos de Robin Hood y el Che Guevara que tendrán por objetivo destruir el sistema. Se trata de la parte menos feliz. Una buena resolución para ese gran comienzo parece a todas vistas una misión imposible. A esa altura sólo resta contentarse con las composiciones visuales de ese futuro minimalista, despojado de cualquier belleza fortuita, a las que Niccol les pone todo su empeño. Aunque hay en la película otro atractivo visual mucho más interesante para prestarle atención: los ojos japoneses de Amanda Seyfried lo valen. Esos sí que son buenos genes.