La crisis y la vida Acá tenemos LA película que habla sobre las crisis económicas y cómo pueden llegar a transformar a las personas. Hasta la actualidad ningún filme pudo trabajar el tema con un registro tan natural y fluído como el que logra Sthephane Brizé en "El precio de un hombre" (Francia, 2015), una radiografía de la Francia actual en la que un hombre llamado Thierry (el inmenso Vincent Lindon) debe aceptar su situación económica y social muy a su pesar. Desempleado decide a toda costa volver a llevar dinero a su hogar, en el que convive con su mujer y su hijo discapacitado, al que intenta empoderarlo para que pueda el día de mañana tener las mismas posibilidades que los demás. De vuelta en el mundo de las entrevistas y armado de curriculums, Thierry se encontrará con un panorama completamente diferente a aquel que en su momento lo llevó a trabajar y conseguir algunos logros que le permitieron, por ejemplo, poseer una pequeña cabaña cerca del mar. Posesión de la que se verá urgido de despojarse para poder solventar las facturas y pagos que comienzan a acumularse en su hogar. Pero Thierry nunca baja la cabeza, y mucho menos los brazos, y a pesar que el nuevo mundo laboral le pidan miles de exigencias que él no puede cumplir (entrevistas por Skype, programas que no comprende, etc.) sigue luchando porque el sabe que es lo mejor que puede hacer por los suyos. La ética con la que Brizé dota a Thierry, un ser estoico, inamovible de sus principios, es la misma con la que el director registra los sucesos que se narran. Así, si finalmente el protagonista consigue un puesto laboral menor, y en el mismo comienza a desempeñarse favorablemente, es inevitable que luego un suceso desencadene a su alrededor una desgracia que le haga replantearse su lugar en ese micromundo repleto de "expertos" y jefes que en realidad no saben qué hacer consigo mismos. "El precio de un hombre" es un filme que llega por la increíble actuación de Lindon, pero que también lo hace por que Brizé describe casi con registro documental una realidad laboral en la que todos estamos inmersos. PUNTAJE: 10/10
La medida de la flexibilización. El drama social está enraizado en la idiosincrasia francesa y se manifiesta a través de una sensibilidad política que atraviesa el arte como compromiso. El Precio de un Hombre (La Loi du Marché, 2015) sigue el camino estético trazado por Laurent Cantet en obras como Recursos Humanos (Ressources Humaines, 1999) y El Empleo del Tiempo (L’Emploi du Temps, 2001), y por Jean-Pierre y Luc Dardenne con Rosetta (1999) y Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014), para conformar un estilo de abordaje de una problemática que busca en las condiciones laborales actuales su eje argumental. La trama sigue a Thierry (Vincent Lindon), un trabajador desocupado ofuscado por la burocracia alrededor del sistema de asistencia social de Francia, que intenta salir adelante tras su despido. Al conseguir un trabajo como guardia de seguridad en un supermercado, su vida parece mejorar pero de a poco se ve obligado a hostigar a los empleados del local debido a diferentes tipos de escamoteos. A lo largo de todo el guión del realizador Stéphane Brizé y Olivier Gorce, podemos ver la progresión del desmoronamiento de Thierry debido a la hostilidad de la cultura del nuevo capitalismo, en la que Richard Sennett supo ver y analizar la corrosión de la noción de “carácter” como construcción de identidad a través del trabajo. El desmoronamiento de la posibilidad de construir un relato laboral, la flexibilización, la siempre presente sensación de ser una parte fácilmente reemplazable de un engranaje perverso que contribuye a la desigualdad social, y la abrumadora cantidad de problemas económicos y personales, van convirtiendo al protagonista en una bomba de tiempo a punto de explotar. La gran actuación de Vincent Lindon sostiene una narración interesante pero que nunca llega a su clímax. El Precio de un Hombre transcurre en un ritmo demasiado sosegado, como si su fuego estuviera apagado como una metáfora de la impotencia de Thierry ante el sistema que lo abruma. Al desestimar la necesidad de una ruptura, el relato cae inexorablemente en la repetición de la narración, volviendo una y otra vez sobre los mismos conceptos y situaciones. A pesar del agotamiento del relato, la historia se sostiene a través de las actuaciones, la dirección y un trabajo de fotografía que logra retratar la desesperación en los primeros planos. La labor conceptual sobre la identidad -a través del trabajo y el rol familiar- son claves para la construcción de un opus sólido que expone en los diálogos y la trama los males del nuevo capitalismo sobre el individuo, destruyendo toda su autoestima y sujetándolo por completo a un sistema de producción en que la vigilancia es la única constante. La medida de un hombre ante la figuración de la derrota queda al descubierto, ahora solo queda encontrar las tácticas de resistencia ante la misma.
De paseo por el capitalismo El precio de un hombre es un título demasiado elocuente para trazar una posible lectura de este drama con alta consciencia social, dirigido por Stéphane Brizé y que cuenta con la actuación protagónica de un medido Vincent Lindon. La idea central responde al título, porque se trata de medir -simbólicamente hablando- el valor de una persona en un sistema capitalista, donde la flexibilización laboral es una norma que rompe con toda noción de individualidad frente a un andamiaje calibrado y preparado para producir al menor costo posible. No es la ecuación costo-beneficio necesariamente la que entra en juego, sino la idea de lo prescindible en lo que al ámbito laboral se refiere. Trabajo no calificado, cuyos postulantes arrastran años y entrevistas a cuestas, sin ningún horizonte más que la frustración por la pérdida de tiempo y dinero, y que termina por reducir cualquier tipo de expectativa personal y el sometimiento a reglas y condiciones poco saludables. La primera escena marca las coordenadas de una rutina que además transforma paulatinamente al protagonista Thierry –Vincent Lindon-, un desocupado más de una larga lista, quien transmite su desesperación desde sus gestos más que por sus palabras y que discute la burocracia del desempleo, por ejemplo bajo la airada queja de haberse capacitado sin ningún sentido por la falta de perspectiva laboral. La necesidad de conseguir trabajo de cualquier cosa también es uno de los ejes donde la flexibilización laboral deja su huella, y por ese motivo el puesto de seguridad de un supermercado genera en Thierry por un lado la alternativa para salir de la crisis y volver a convertirse en el sustento del hogar, pero por el otro el conflicto por tomar contacto con una realidad más miserable de la que esperaba. El director francés construye así un relato sólido desde la cotidianeidad y el trato entre Thierry, sus compañeros de trabajo y su empleador, sin caer en una salida fácil, redentora o bajada de línea discursiva, donde el entorno, en este caso la esposa y el hijo discapacitado de Thierry, juegan un rol importante. Ser testigo del menudeo, es decir, el robo de algunos productos por parte de clientes o ciertas maniobras ilegales por parte de los empleados del supermercado hace del protagonista un receptáculo de sensaciones contradictorias, planteos éticos en situaciones particulares y una sutil transformación desde las conductas ajenas hasta las decisiones que debe tomar para mantener un equilibrio emocional, que lejos de concretarse cada vez se ve más alterado. El precio de un hombre -2015- no pretende ser un film de denuncia o panfleto reivindicatorio, sino un profundo retrato de una realidad laboral acuciante, actual, que también tiene su ojo de la tormenta en Europa y más precisamente en Francia, como ya lo demostrara hace tiempo la película Recursos Humanos (Ressources humaines -1999-) y El Empleo del Tiempo -2001- por no citar a la más reciente Dos días, una noche -2014-.
Conservar la dignidad Una vez más nos encontramos ante un film sobre la crisis internacional. Una vez más estamos ante un ciudadano de una potencia mundial que se encuentra desconcertado por perder su estabilidad laboral. Pero no será esta vez mediante una película con mensaje esperanzador sino con el foco puesto en la resistencia de un hombre ante los embates del mercado que buscan quebrar su humanidad. El precio de un hombre (La loi du marché, 2015) gira alrededor de su protagonista, Thierry Taugourdeau (Vincent Lindon), como si se tratara de un film de los hermanos Dardenne. La cámara del director Stéphane Brizé (Algunas horas de primavera) reposa sobre el rostro de su personaje principal: Rígido, sostenido, imposible de quebrarse aunque las circunstancias lo golpeen una y otra vez. El hombre tiene cincuenta y tantos, una familia que mantener, un hijo discapacitado con tratamiento permanente y varias deudas a cuestas. Lleva 15 meses sin encontrar trabajo y la agencia de empleo lo entretiene con cursos de capacitación para aprender oficios a los que nunca accederá. Su rostro resiste, como si la procesión fuera por dentro y estuviera siempre al borde del estallido. Pero él no explota, se contiene y es en esa contención donde está su lucha, su actitud combativa, su resistencia. La película proyectada en competencia oficial en el 68 Festival de Cannes obtuvo el premio a la mejor actuación masculina y no es casual. El trabajo de Vincent Lindon lo es todo en una película que por momentos exagera en la cantidad de situaciones adversas que se le presentan al personaje. El film apuesta por su actor principal y no sólo no pierde sino que se potencia: su trabajo actoral es excelente y logra trasmitir la angustia y presión ejercida sobre su cuerpo y mente. El título original de la película, "la ley del mercado", es mucho más acorde a la narrativa desarrollada desde la subjetividad del protagonista. No importa aquí tanto que pase (el derrotero económico del protagonista) sino cómo se resiste a fuerza de orgullo y dignidad ante la humillación que le impone el mercado. Es el sistema el que lo lleva y empuja una y otra vez a arrodillarse por un trabajo, por un préstamo, por una venta hipotecaria. Y es el mismo mercado el que explica que el destino del protagonista culmine en un trabajo de vigilancia que no tiene otra finalidad que señalar a sus pares. El precio de un hombre es otra película más sobre la crisis pero desde un punto de vista honesto que, como hicieran Dos días, una noche (Deux jours, une nuit, 2014) o Recursos Humanos (Ressources humaines, 1999), trasmite los pesares del individuo ante la situación laboral pero, lejos de bajar la cabeza y poner buena cara a las circunstancia, enaltece el lugar de resistencia y lucha por la dignidad a conservar.
El trabajo de encontrar (y mantener) un trabajo Vincent Lindon, uno de los mejores intérpretes franceses de la actualidad, ganó el premio a Mejor Actor en el último Festival de Cannes por su trabajo en este nuevo largometraje del director de Une affaire d'amour, Algunos días de primavera en el que encarna a un hombre de 51 años con serios conflictos laborales que lo llevan a enfrentarse con difíciles dilemas morales. Un pequeño gran film con aires del cine del primer Laurent Cantet y de los hermanos Dardenne. Vincent Lindon (único actor profesional del impecable elenco) interpreta a Thierry Taugourdeau, un hombre de 51 años que lleva ya demasiados meses (20) sin trabajo, enviando currículums, yendo a entrevistas, haciendo cursos preocupacionales y entrenamientos implementados por el Estado (que le da 500 euros mensuales) sin resultados concretos, mientras trata de sostener la cada vez más frágil situación económica de su famila, que completan su esposa Katherine (Karine de Mirbeck) y un hijo adolescente con capacidades diferentes llamado Mathieu (Matthieu Schaller). Finalmente, Thierry es contratado como guardia de seguridad de un supermercado, donde tiene que “denunciar” no sólo los habituales robos de los clientes sino también los de los propios compañeros. Una situación más humillante que la otra. Las contradicciones íntimas, los dilemas morales no tardarán en aflorar. Película pequeña, inteligente, noble en la línea de Recursos humanos, El empleo del tiempo y Dos días, una noche. No llega a los niveles de los mejores films de Laurent Cantet o los hermanos Dardenne, pero ratifica a Brizé (Une affaire d'amour, Algunos días de primavera) como un director de indudable solidez y a Lindon como un actor de múltiples matices y recursos. Nota: Con este estreno debuta en el mercado local la distribuidora Mont Blanc. Más allá de las dificultades que atraviesa el lanzamiento en la Argentina del cine de arte, siempre es una excelente noticia que más gente apueste por películas de calidad.
Realismo llevado al extremo En este film ganador de dos premios en Cannes, el realizador francés narra la búsqueda de empleo de un hombre para mostrar como motivo de fondo las relaciones entre éste y su entorno. Y esto incluye políticas laborales y vigilancia y castigo. En tanto su motivo de fondo son las relaciones entre hombre y entorno, es lógico que lo que se conoce como realismo cinematográfico tome la forma de un exhaustivo encadenamiento de diálogos, discusiones, negociaciones y transacciones entre ambos protagonistas (el entorno adquiere en esta vertiente el rango de personaje). Recuérdense las películas de los hermanos Dardenne, Entre los muros, de Laurent Cantet, o la célebre secuencia de la asamblea política de Tierra y libertad, y se tendrán a mano ejemplos paradigmáticos. Opus 6 del realizador y guionista francés Stéphane Brizé, El precio de un hombre –doblemente premiada en Cannes y parte de la Competencia Oficial del Festival de Mar del Plata– lleva esa condición al extremo. Hasta el punto de que en ella, las escenas que no son de diálogos o discusiones literales pueden entenderse como aquellas en que el protagonista negocia, transa o pulsea consigo mismo.Otra característica del realismo en cine es el comenzar las escenas, terminarlas a veces, con el recurso que se conoce como in media res: en medio de la acción. John Cassavetes lo hacía en nueve de cada diez casos, y en los Dardenne su uso también es frecuente. El precio de un hombre –título como de western de Anthony Mann o Budd Boetticher, para un original que suena cuasi marxista: La loi du marché– empieza in media res, y tal vez la abrupta decisión final hubiera multiplicado su efecto, de haber echado mano también allí a esa figura de estilo. Actor favorito del realizador (recordar las previas Une affaire d’amour y Algunas horas de primavera), el robusto Vincent Lindon, en el papel del trabajador manual Thierry Thaugourdeau, discute con un funcionario de la oficina de empleos, por un curso que le hicieron hacer al cuete durante cuatro meses, después de perder su puesto fabril por reducción de personal. Brizé, que no es amante de los chiches formales, narra toda la escena con la máxima economía de planos, recurriendo al más elemental de los dispositivos cinematográficos: la alternancia entre plano y contraplano. Pero en este caso no se trata de planos frontales sino sesgados. Exacta correspondencia visual del modo en que el realizador y coguionista aborda personajes y situaciones.Lo que cuenta El precio de un hombre es básicamente la busca de nuevo empleo por parte de Taugourdeau. En paralelo, muestra el cuadro familiar, dominado por la figura de un hijo discapacitado, cuyo próximo ingreso a la facultad es para los padres “prioridad absoluta”, tal como señala Thierry en algún momento. Brizé alterna escenas de larga exposición con bruscas elipsis. Las primeras sirven para registrar la materialidad del entorno y el modo en que el héroe se relaciona con él. A partir del momento en que finalmente consigue empleo –uno no calificado, como personal de vigilancia en un supermercado–, una serie de escenas funciona como paulatina corrosión moral para el protagonista, a quien cada vez le cuesta más soportar la serie de interrogatorios de los que se ve obligado a participar. Todos ellos motivados por robos o infracciones menores, que la celosa vigilancia empresaria sobredimensiona sin excepción.Frente a esas escenas largamente sostenidas en el tiempo y el espacio están aquellas que, por lo contrario, retacean información, obligando al espectador a completar la línea de puntos. El tiempo y los obstáculos en la busca de un nuevo empleo, básicamente: Thierry ya no es un pibe y la oferta no sobra. De mayor relieve son, sin embargo, otras dos elipsis. Una es la referencia, dada como al descuido, a la política de reducción de personal determinada por la patronal. Lo cual da otro sentido a la obsesión policíaca con que la empresa persigue a los pequeños transgresores, entre quienes se incluye a compañeros de tareas del protagonista. Vigilancia y castigo internos. La otra gran elipsis es el modo en que se comunica una situación trágica, cuyo efecto sorpresa representa un último giro del espiral.Con actuaciones tan sobrias como el realismo suele requerir (para que se mantenga la proporción entre hombre y entorno, el tono actoral debe quedar subsumido en el tono general), Vincent Lindon, cuyo tipo da a la perfección lo que se pide, está inmejorable en el protagónico. Una de las dos Palmas de Cannes fue para él. Otra solicitud implícita del realismo bien entendido es que tampoco la música ande embelleciendo, subrayando o ilustrando las escenas. Extremo, nuevamente, el caso de El precio de un hombre, que la reserva apenas para los títulos finales.
Al borde de la desesperación El gerente de recursos humanos le dice a un grupo de empleados algo así como que la vida es mucho más que el trabajo, pero el discurso se da justamente a raíz de que la cajera del supermercado en donde están contratados se suicidó en la empresa. Ese es el eje de El precio de un hombre donde Thierry Taugourdeau, 51 años, casado, con un hijo discapacitado, sin ocupación remunerada desde hace 20 meses, continúa mandando currículums, hace cursos de capacitación, se reúne con sus ex compañeros para llevar adelante una acción judicial contra la empresa que los despidió sin justificación, mientras sobrevive como puede con los 500 euros del subsidio de desempleo. Presentada en el último Festival de Cannes donde Vincent Lindon se alzó con el premio a Mejor Actor por su formidable interpretación, El precio de un hombre es la sólida radiografía del mundo laboral, un relato en la línea de El empleo del tiempo, Recursos humanos o de la reciente Dos días, una noche, pero que a diferencia de las obras de Laurent Cantet y de los hermanos Dardenne, se propone y en gran medida logra, recorrer cada uno de los escalones de la humillación, el enojo, las contradicciones, la vergüenza y la desesperación del trabajador sin trabajo. El film de Stéphane Brizé (Algunos días de primavera, Une affaire d'amour) recurre a una puesta austera como lo exige la historia y si bien es rigurosa en su plan de registrar la mayor cantidad posible de las aristas que marca la problemática que se propuso abordar, es esa misma ambición la que en algún punto orilla con el regodeo de la caída, apilando situaciones trágicas en donde había quedado clara la magnitud del desastre.
Lacónico retrato de una realidad de hoy Salvo contadas excepciones, casi siempre en el cine europeo y, especialmente, en el francés, la crisis económica y su directa, decisiva incidencia en la realidad social de nuestros días, no suele ser objeto de atención de la cámara cinematográfica. La vida tal como es en esta alborotada etapa del mundo contemporáneo -y cuyas manifestaciones trastornan el estado de las sociedades o de buena parte de ellas en más de un país- no ofrece, por supuesto, el mismo glamour que las fantásticas aventuras de los superhéroes que dominan las pantallas. Por ejemplo, el mundo del trabajo -¿qué duda cabe?- ocupa un tiempo preponderante en la vida de los humanos, pero esa influencia rara vez encuentra su equivalente en las historias que el cine de hoy elige contarnos. Casos como el de El precio de un hombre -el film de Stéphane Brizé que merecidamente le dio a Vincent Lindon el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes- es uno de esos raros retratos del mundo de hoy, precisos, implacables y despojados de artificios, pero que al mismo tiempo que exponen el cuadro del trabajo en toda su aridez y su precariedad guardan cierta mirada tierna y comprensiva hacia quienes resultan víctimas de estas leyes que el mercado impone. El film rehúye el maniqueísmo y no se queda en la simple denuncia ni sugiere solución alguna. Lo que hace es describir una situación real y dejar que sea cada espectador el que enfrente el dilema moral que se le presenta al protagonista, un hombre de 51 años, casado y padre de un adolescente discapacitado. La película se compone de varias secuencias que en bloques sucesivos ilustran por un lado su vida familiar y por otro, la sacrificada batalla que el hombre debe encarar para obtener algún nuevo puesto de trabajo: ya lleva más de un largo año desempleado y su misión le exige tiempo, paciencia, esfuerzos y no pocas humillaciones. Al iniciarse la proyección, él acaba de completar un curso que le insumió varios meses y que no le rinde resultado alguno. Las entrevistas se suceden e incluyen su cuota de cinismo y de humillación, tanto en la de la bancaria que intenta venderle un seguro, la que debe realizarse vía Skype o algunas en las que el aspirante debe someterse no sólo a la evaluación de los jefes de recursos humanos, sino también a la de otros aspirantes como él que en un clima bastante agresivo lo observan y juzgan todo, desde la certeza de las respuestas y el tono y volumen de su voz hasta su postura física o su apariencia. Tampoco falta una pizca de humillación y cierto eco de la violencia que impone el mercado en el paso por una clase de baile y en el largo regateo con los presuntos compradores de su pequeña casa rodante cerca del mar. Brizé (coautor del guión con Olivier Gorce) eleva la temperatura cuando el protagonista deviene guardia de seguridad de un supermercado donde no sólo debe vigilar a los clientes a través de una multitud de cámaras, sino también a sus pares y sus compañeros: un inquietante espejo de dos caras que remata este film lacónico y provocador. Vincent Lindon descuella con la economía de sus recursos expresivos y su poderosa intensidad al frente de un elenco cuya condición amateur (muchos se representan a sí mismos) aporta cierto aire documental que contribuye con la verdad que rezuma el film.
Dignidad en juego Con un Vincent Lindon brillante, la película cuenta la historia de un hombre que, a los 50, debe buscar trabajo. La desocupación y el mundo laboral en tiempos de capitalismo salvaje son temas riquísimos; en la línea de Laurent Cantet (Recursos humanos, El empleo del tiempo) o los hermanos Dardenne (Dos días, una noche), Stéphane Brizé se sumerge en las dos caras de la misma sufrida moneda: la búsqueda de trabajo de un hombre que ya pasó los 50 años, con todo lo que esa cifra implica cuando de un empleo nuevo se trata, y las humillaciones a las que debe someter y someterse para conservar un puesto. La pregunta es: ¿cuánto se está dispuesto a soportar a cambio de un salario para llegar a fin de mes? Después de haberlo dirigido en Un affaire d’amour y Algunos días de primavera, Brizé vuelve a recurrir a su actor fetiche, Vincent Lindon, para darle vida a de Thierry, que quedó desocupado a una edad inconveniente, después de años trabajando en una fábrica, con una esposa y un hijo discapacitado que mantener, ahorros menguantes y un magro subsidio por desempleo. Lindon ganó con justicia el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes por este personaje: su composición de este hombre que intenta mantener la cabeza alta contra viento y marea es brillante. El es el único profesional en un elenco integrado por no actores. Este detalle, sumado a las tomas largas, con poco movimiento de cámara, le dan al drama un sabor documental. Y eso aumenta la intensidad de las situaciones que debe afrontar Thierry. Sin cargar las tintas, Brizé se limita a mostrarlo asistiendo a un curso sobre cómo dar una buena impresión en entrevistas laborales, intentando aplicar esos consejos en una de esas entrevistas, pero vía Skype, o negociando la venta de una casita de fin de semana, y esas escenas resultan conmovedoras sin perder su costado humorístico e incómodo. Pero la película no es sólo el retrato del rigor con que el mercado laboral -“La ley del mercado” es su título original- trata a los desocupados en nuestros días, aun en los países desarrollados. Además de una lectura sobre las consecuencias del neoliberalismo, es, también, una exploración sobre la moral humana. Con el simbólico espacio de un supermercado como escenario, en la segunda parte se desarrolla la tragicomedia de humilladores y humillados. Todo, en el fondo, parece reducirse a una gran negociación con una misma prenda de cambio: la dignidad.
Mi reflexión es que los departamentos de Recursos Humanos son los menos humanos de todos los departamentos de un negocio y este filme de Stéphan Brizé lo reafirma. Thierry es un hombre en sus 50s, se quedó sin trabajo, está casado y tiene un hijo con dificultades motrices. Lo vemos luchando por hacer algo de su vida mientras en las oficinas de empleo y los sindicatos le ofrecen cursos que sólo abultan su currículum y no le aumentan las chances de obtener un empleo. CV más extensos no son sinónimo de experiencia. A medida que pasan los minutos vemos cómo la vida y "la ley del mercado" (tal su título original) le van marcando a Thierry cómo comportarse para obtener un empleo y ordenar sus finanzas para que su muchacho pueda entrar a la universidad, su esposa sea feliz tomando con él clases de baile y poder cambiar el auto, nada del otro mundo. Todo esto exige del personaje un modus operandi que va mimetizándolo con la realidad para conseguir un puesto de lo que sea y ganarse la vida dignamente. El director parece haber tomado mucho de Laurent Cantent en "Recursos Humanos" y "El Empleo del Tiempo", también podríamos decir que "El Precio de Un Hombre" nos remite al primer Trapero de "Mundo Grúa" en blanco y negro. Lo cierto es que cosechó 2 importantes premios en Cannes 2015: el galardón del público y una mención especial del Jurado Ecuménico que hace hincapié en esta encrucijada del sistema del que muchas veces somos cómplices y dejamos de actuar con dignidad ante la lógica del mercado. Filmada en tono independiente, con el foco permanente sobre el actor Vicent Lindon, que también fue premiado como mejor actor en Cannes por esta película, seguiremos a su Thierry atravesando un calvario en donde la negociación se transforma en imposición y la incógnita será hasta dónde estará dispuesto este hombre a sacrificarse si es que vale la pena hacerlo. Una obra que merece ser vista con una lupa sobre lo social y las consecuencias de un manejo deshumanizado donde el "no robarás" y la corrupción en pequeño son una interpelación al público a ponerse en los zapatos de Thierry o de cualquier otro que tenga su trabajo. Una propuesta para pensar. Buen cine con mucho contenido.
La resistencia Stéphane Brizé retrata los males del mundo del trabajo contemporáneo con laconismo y precisión: el cierre de una fábrica, los despidos, la alienación y los abusos psicológicos. El gran Vincent Lindon se pone en la piel de Thierry que, con más de cincuenta años, acaba de ser despedido y debe someterse a entrevistas de trabajo humillantes. A través de secuencias construidas en base a la duración, en las que por momentos reina el silencio, el director trasciende la simple denuncia para observar una suerte de guerra de todos contra todos que reemplaza desde hace tiempo la lógica del enfrentamiento de clases. Brizé resume toda la monstruosidad del proceso de selección de personal filmando al protagonista de perfil frente a la pantalla de su computadora durante una entrevista por Skype. El empleador cuenta con un poder invisible e intocable que le permite indicarle con aplomo a Thierry que recibirá un sueldo de principiante a pesar de su experiencia y que se verá obligado a ceder a la lógica de la flexibilidad de la empresa. Las repuestas del protagonista quedan fuera de campo reforzando la violencia contenida de la escena. Stéphane Brizé aprovecha la enorme ductilidad de Vincent Lindon para expresar distintos sentimientos con gestos sutiles, poniendo la mirada sobre la resistencia de su cuerpo. El director estructura la película con planos secuencia casi documentales e imágenes despojadas de cualquier artificio para que surja la verdad íntima de los personajes. Las actuaciones están alejadas de cualquier convención. Brizé encuentra la forma justa para filmar a un grupo de actores no profesionales a los que Lindon se acopla con una naturalidad sorprendente. Cuando finalmente Thierry culmina su degradante peregrinación, lo vemos trabajando como guardia de seguridad en un supermercado. Espiando a los clientes y a los empleados que intentan en vano hacer frente a su miseria con pequeños robos, el protagonista se contempla a sí mismo. Las cámaras de seguridad como reveladoras de la ley del mercado.
Uno tiene la sensación de haber visto antes EL PRECIO DE UN HOMBRE, la nueva película del director francés Stéphane Brizé, ya que su historia combina elementos del cine realista y social de los hermanos Dardenne y de películas como RECURSOS HUMANOS, de Laurent Cantet (de hecho, su título en francés, traducible como “La Ley del Mercado”, es un juego de palabras similiar al de esa película y la siguiente de Cantet, EL EMPLEO DEL TIEMPO). Eso, es cierto, le hace perder algo de su impacto, pero de todos modos no le quita su nobleza y su capacidad de emocionar con su retrato de la vida de un hombre que ha perdido su trabajo e intenta reinsertarse en el mercado laboral con muchas dificultades. Vincent Lindon (un rostro tal vez demasiado conocido para el tono medio documentaloso de la película) encarna a este hombre casado que se quedó sin su trabajo y pasa buena parte del tiempo siendo humillado mientras trata de conseguir uno nuevo o tiene que “achicarse” vendiendo su casa o lidiando con su ejecutiva de cuentas en el banco. Promediando el filme, encuentra el trabajo en cuestión –guardia de seguridad en un enorme supermercado–, pero eso le traerá otra zona de conflictos, una que lo pone a observar tanto la crisis como la violencia de la citada “ley del mercado” desde otro lugar, pero aún con más complejidad. the-measure-of-a-man-cannes-film-festival-2Es un filme acerca de la capacidad de los seres humanos de tolerar humillaciones en la vida cotidiana para sobrevivir. Thierry hace todo lo que le piden y acepta más cosas de las que debería para sostener económicamente a su esposa y a su hijo con problemas motrices, desde el maltrato de compañeros, jefes, asistentes laborales y de empleados del banco. Y al tener trabajo, casi imperceptiblemente, se pasa al otro lado de “la fuerza”, ya que debe imponer y forzar ese sistema en los otros, con los que no puede evitar sentirse identificado. Brize construye un filme de pocas y largas escenas, las que desarrolla temporalmente al límite de lo tolerable (tiene algo de película iraní en la duración de cada secuencia, en las que se dicen varias veces las mismas cosas y se discute hasta agotar los argumentos como si fuera en tiempo real), pero eso a la vez es lo que torna a la película, en algo al menos, original. Puede ser una negociación por el precio de una casa, una entrevista de trabajo, un entrenamiento en el funcionamiento de una cámara de seguridad o una práctica eterna de un simple paso de baile: todo en el filme se exprime hasta que deja de parecer funcional y guionado para sentirse documental, casi como una improvisación de los propios actores. De esa manera está construido el relato. Y funciona, si bien hemos visto estos personajes, temas, debates y estilo varias veces antes. No será novedoso lo que cuenta EL PRECIO DE UN HOMBRE, pero sigue siendo verdadero y actual. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a rebajarnos para seguir siendo parte del sistema? ¿Cuándo dejamos de ser nosotros mismos por aceptar sin miramientos “las condiciones laborales” que nos imponen? Y si las rechazamos, ¿qué nos queda? Esas preguntas resuenan profundo después de ver el filme. Y, uno imagina, seguirán resonando por mucho tiempo.
Vincent Lindon interpreta a Thierry, un hombre que lleva meses sin trabajar y al que se le dificulta proveer a su familia, compuesta por su mujer y un hijo que tiene capacidades diferentes (y por lo tanto también cuidados especiales). Tratando de afrontar su situación, un día consigue un trabajo como guardia de seguridad en un supermercado y deberá no solo delatar a los clientes, sino también a los empleados. Es así como “El precio de un hombre” tratará esa doble moral que tiene el ser humano. Una persona que luchó mucho tiempo por tener un trabajo y que sabe qué significa el desempleo, va a dejar a algunos de sus compañeros sin trabajo. Esa lucha entre el individuo y la comunidad; entre la auto-preservación y el altruismo. La temática del empleo y el desempleo es algo que les preocupa mucho a los franceses (y a los europeos en general en esta época en la cual están viviendo) y nos hace recordar un poco a la recientemente estrenada en nuestro país “Dos días, una noche” de los hermanos Dardenne, donde también se juega con esta dicotomía entre lo individual y lo colectivo, aunque ambas películas planteen dos puntos de vista diferentes. En “Dos días, una noche”, la cual se centra en una mujer que al volver de una licencia se encuentra con que el patrón le dio a decidir a los empleados entre dejarla a ella en su trabajo o ganar un bono, se busca apelar a la empatía de los compañeros y, en este caso, se prioriza lo personal. Asimismo, solo vemos la historia de Thierry y desde su punto de vista y es por eso que logramos empatizar únicamente con él. La labor de Vincent Lindon es destacable, quien sostiene prácticamente solo el argumento del film, si bien está acompañado por secundarios, pero que no son tan poderosos. A través de este personaje podemos tener una idea de la situación social, laboral y económica de la Francia actual (extrapolándose también al resto de Europa). Pero no solo es propio de un país o continente, sino que se puede extender a todo el mundo, ya que es algo más inherente del hombre, que de una sociedad en particular. “El precio del hombre” logra conmover a partir de su historia y su protagonista y nos llevará a reflexionar y a ponernos en el lugar de Thierry. ¿Qué haríamos nosotros en una situación similar?
El sistema y sus engranajes Seguramente el cine francés sea el que mejor retrata la crisis económica, no sólo local sino del continente europeo en su totalidad, alejándose del paternalismo que suele lacerar producciones de otros lugares. Con la gelidez de una puesta en escena perfecta, el director Stéphane Brizé registra sistemas y su funcionamiento, para contar la travesía de un hombre común, ya adulto con familia e hijos, enfrentándose al conflicto de la desocupación. El director, decíamos, registra sistemas: el sistema capitalista; el sistema laboral; el sistema social que rige nuestros vínculos y relaciones. Y lo que hace es es a su vez construir un mecanismo propio (un sistema): los planos se sostienen, la cámara se mueve ligeramente, prefiere poner en cuadro a los que escuchan en vez de a los que hablan, la música extradiegética está casi ausente, evita todo tipo de explosión que instale el discurso político en el nivel del panfleto. La película reluce por momentos como un mecanismo cerrado al que no ingresa ningún elemento extraño que desacople la solidez formal. El protagonista es Thierry, un tipo que acaba de quedarse sin empleo e intenta acomodarse al presente, incorporando conocimientos mientras busca aquel trabajo que le permita la subsistencia en la dura Francia de este presente de desempleo y desigualdad. En la senda de los hermanos Dardenne, a la que El precio de un hombre le debe mucho, el director evita caer en sordideces mientras pone la cámara a la altura de sus personajes y los acompaña en el viaje. Precisamente la operación que lleva adelante el director es de registro, y si bien eso puede resultar un poco distante, todo se termina por sostener con la presencia de Vincent Lindon, quien logra una actuación notable como ese Thierry que soporta hasta donde puede los embates del capitalismo. Esa figura casi impertérrita justifica las decisiones de puesta en escena (y algunas temáticas, como la presencia de un hijo discapacitado que vendría a ser como el único exceso de la película), y permite un resquicio de dignidad ante el absurdo al que se somete constantemente. Absurdo que no parece otro que el de la celda donde termina encerrándose, a sí misma, la humanidad. La ley del mercado, su título original, parece mucho más ajustado al nivel de pragmatismo que los personajes sufren y que permite también que aquella distancia de la puesta en escena obtenga una coherencia absoluta. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
El mayor motivo para ver este film es el trabajo de ese recurso natural del cine francés llamado Vincent Lindon como un hombre de mediana edad que, tras pasar demasiado tiempo desempleado, vuelve al mundo del trabajo pero debe enfrentar un dilema moral. Más allá de la situación que pinta el film, más allá de la crítica al capitalismo (que es bastante simplista, basada en la premisa indemostrable “el capitalismo es malo”), es el problema de conciencia, universal, el que vale y que se transforma en carne gracias al gran trabajo del actor.
Vincent Lindon, intérprete ideal de un duro film El título "El precio de un hombre" ya se usó entre nosotros para un western con James Stewart y otro con Thomas Milian, un policial con Victor Mature y otro con Harvey Keitel jovencito y ya con cara de loco, y quién sabe para qué otra película que se nos escapa. No es muy original que digamos, pero se justifica bastante. El título original es "La loi du marché, la ley del mercado, y en el mercado, según dicen, todo tiene precio. Para el caso, el hombre es un laburante de 51 años que lleva buen tiempo en la vía, con mujer e hijo discapacitado, pocas pulgas y muy pocos amigos. De hecho, se niega a la acción conjunta con viejos compañeros en sus mismas condiciones. Se corta solo. Tras algunos episodios de diversa índole, cae en un supermercado. Su cara de perro desdeñoso lo hace ideal para el puesto de personal de seguridad. Poca cosa para alguien que supo ser obrero especializado, y no lo echaron por malo sino porque salía más barato comprarle a los chinos. Poca cosa también van a ser los rateros que caigan descubiertos. Él no necesita levantar la mano. Le basta estar presente como apoyo del jefe, que acorrala inquisitorialmente a la víctima hasta hacerla bolsa. El precio es perder la piedad, la cancha y hasta el compañerismo, si por ahí una cajera quiso ayudar a un jubilado "olvidando" marcar un precio, o cosa por el estilo. Él cumple su trabajo. Fuertes, las escenas de acoso a rateros o desleales, sostenidas por diálogos intensos y rostros que se van destrozando sin salida. Muy fuerte el desenlace de uno de esos casos, rematado por la hipocresía del jefe de personal. Tierna y paciente, en cambio, la relación con el hijo discapacitado. Así es la vida, muchas veces. Vincent Lindon protagoniza la historia. Figura ideal para esa clase de papeles de hombre común endurecido a lo Jean Gabin, con una pizca de corazón allá en el fondo. Lo hemos visto ya en otras dos del mismo director, Stephane Brizé: "Une affaire d' amour" (Mademoiselle Chambon) y "Algunas horas de primavera", buenas las dos, terrible la segunda. Acá lo acompañan varios artistas de reparto, como Françoise Anselmi, Christian Watrin, Sakina Toilibou (tres de los que caerán en desgracia), tan buenos que en el Festival Internacional de Denver el premio especial del jurado fue para todo el elenco. Película dura, muy realista, a veces con más tensión que los westerns y policiales antedichos. Pero la mejor de Brizé sigue siendo una con Patrick Chesnais, "Je ne suis pas là pour être aimé, no estoy ahí para que me quieran, que tiene unos tangos buenísimos.
Recordemos que durante el 68º Festival de Cannes el actor Vicent Lindon obtuvo el premio a la mejor actuación, y la verdad muy merecido. Su personaje refleja todo lo que le va pasando a lo largo de su vida y su interpretación es excelente. El cine Francés es bien crítico y una vez más vuelve a mostrar la crisis económica y psicológica. Hace muy poco lo vimos en el film “Dos días, una noche” (2014), “Recursos Humanos” (1999), entre otras. Una vez más se pone tras la cámara el cineasta francés Stéphane Brizé (“Algunas horas de primavera”, 2012), deja que todo fluya y el espectador tome partido. Con la idea de hacerla más atractiva desde su título le cambiaron el original que era “La ley del mercado” hubiese sido el apropiado. Pero llegando al final su narración resulta algo simplista.
El mercado al palo Con una sociedad establecida en títulos como Mademoiselle Chambon y Algunas horas de primavera, el realizador Stéphane Brizé y el actor Vincent Lindon vuelven a configurar una postal amarga de la vida contemporánea. En El precio de un hombre (originalmente titulada La loi du marché o La ley del mercado; curioso que se haya tomado el título de un western spaghetti para su traducción), Thierry Taugourdeau (Lindon) es un desempleado en apuros, con un hijo adolescente que precisa educación especial y asistida, y lleva una precaria, pero noble, subsistencia. La película lo muestra adiestrándose para encontrar trabajo, siendo manipulado por sus futuros empleadores (que en cuestión de minutos no lo serán), sobreviviendo la relación de pareja en un taller de baile, siendo evaluado impiadosamente por otros que buscan trabajo como él. Cuando Thierry consigue trabajo, le toca bailar con la más fea. Una cadena de supermercados lo contrata para vigilar el comportamiento de los compradores (y del personal) mediante camaritas. Casi con final cantado, El precio de un hombre provoca tal tensión que lo cotidiano en la vida de Thierry, y seguramente en la de tantos otros hombres, no parece verosímil, mucho menos mágico.
El arte de mostrar la vida cotidiana como realmente es sin metáforas ni concesiones “El precio de un hombre”, cuyo título original en francés es “La loi du marché” (“La ley del mercado”), mucho más acertado para la propuesta de Stéphane Brizé. Este es un film interesante, cáustico y crítico, de gran verosimilitud con respecto a la sociedad de los años ‘90 y principios del 2000. “En este momento - según declaró el actor Vincent Lindon en un reportaje - es mucho peor. Los grandes monopolios dominan el mundo y ellos son, en realidad, los que gobiernan”. “El precio de un hombre”, no es una obra complaciente, ni ameno, es una producción muy bien hecha que se vale de actores no profesionales en la búsqueda de un realismo que refleja con precisión la cotidianeidad propia de la clase trabajadora. La denuncia sobre las disparidades notorias entre trabajadores y empleadores es acertada y puede que permita que algunas personas, acostumbradas a no ser conscientes de la manipulación de las grandes empresas, abran sus ojos ante esa necesidad de rapiña. Tal vez para otros ésta realización no es más que una constatación sobre los grupos de poder de cada nación. “El precio de un hombre”, muestra la cruda realidad con escenas dolorosas sobre personas honestas que son dejadas de lado por la tiránica suerte. La trama se basa en un hecho real que salió en las páginas policiales y fue el suicidio de hombre en su lugar de trabajo. Se ahorcó frente a todos sus compañeros a raíz de su despido. Stéphane Brizé, con cinco películas en su haber (“Le Bleu des villes,1998”, “Je ne suis pas là pour être aimé”, 2004, “Mademoiselle Chambon”, 2009, “Quelques heures de printemps”, 2012, “La loi du marché” 2015) se ha forjado un espacio propio dentro del cine de temática social. En algunos tramos de sus filmes recuerda a Ken Loach, o a los hermanos Dardenne, y otros a Renoir. En aquellos directores se podía apreciar a personajes reales envueltos en sucesos reales, en el caso de Stéphane Brizé sucede lo mismo al conseguir que sus actores no parezcan personajes sino que sean fieles a sí mismos. Este filme retrata con eficacia el infierno por el que atraviesa el protagonista (un excelente Vincent Lindon, ganador del premio al mejor actor en el último festival de Cannes por su interpretación), un hombre bueno y decente, víctima del abuso de poder de un mercado laboral que se convirtió en una fría y siniestra exposición donde el colorido y los formatos de los currículum vitae cuentan más que el contenido o las capacidades reales de quien los imprime; la crisis, a su vez, despertó el instinto voraz de obtención de bienes a ultranza y animó a arrinconar al otro y forzarlo a vender sus propiedades para poder comer. A la vez habla sobre las políticas activas de empleo, los cursos sindicales de formación, el mercado de contratación y, finalmente, el microcosmos de los supermercados. Con un relativo presupuesto, con una muy buena narración que entrelaza varias historias a través de un protagonista, el director tomó el camino de un tiempo ralentado para construir tensión y emociones, en una producción cuyo realismo está en el límite entre ficción y documental, que recuerda en cierto modo a “Viñas de ira” (“The grapes of wrath”, 1940) de John Ford, o “Los 400 golpes” (1959) de Truffaut.La anécdota es sencilla: un hombre pierde su trabajo y debe conseguir otro para poder mantenerse dentro de una sociedad a la que sólo le importa el ganador. El protagonista es un desempleado que debe luchar día a día para sobrevivir, ayudar tanto afectiva como económicamente a su esposa y sostener a su joven hijo discapacitado. Por fin encuentra una salida en una tienda departamental para enfrentarse a la más feroz y cruel aberración de la vida, hombres y mujeres que roban para subsistir. “El precio de un hombre”se vale de planos muy cerrados, con la inestabilidad propia de la cámara en mano, para incomodar y hacer al espectador partícipe de las angustias de los personajes. El público es un testigo, constantemente interpelado por la compleja sofisticación de las entrevistas de trabajo, o por una moral hipócrita de un sistema en el que todos son a la vez peones codiciosos y defraudadores en potencia. La cámara de modo imparcial se mantiene a distancia de los personajes, no los juzga, los muestra a nivel de la mirada y comprensión del espectador, explorando con paciencia las reacciones físicas de su personaje en ese clima de agresión psicológica permanente e insidioso de un sistema económico perverso y sus mecanismos de dominación. “El precio de un hombre” es un filme excelente, con actuaciones brillantes por parte de los actores no profesionales como Karine de Mirbeck (la esposa) o Matthieu Schaller (el hijo), que realmente es un joven discapacitado, que transmitió no sólo su alegría o sus tristeza en tal o cual situación, sino su profunda humanidad. “El precio de un hombre” es el arte de mostrar la vida cotidiana como realmente es, sin metáforas ni concesiones. Es un espejo de vida, y a la vez una especie de testimonio que excita la conciencia y le impide adormecerse.
TRABAJO, DIVINO TESORO “Entra; así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra. Además, cumplirás con tu deber. Tu deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar. Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.” (Roberto Mariani, Balada de la oficina) I- Y en el principio está el título. No el original, perfectamente descriptivo, sino el escogido por los traductores del marketing, quienes destrozan y anulan la tesis anunciada: la “Ley” del mercado, ese monstruo invisible que aliena, automatiza o te convierte en polvo. En cambio, los sabiondos de turno escogen “El precio de un hombre”, un remedio genérico que vale por un western o por un thriller cualquiera, es decir, buscan la indiferencia de modo tal que una película política, de fuerte corte realista, dura y despojada de manipulaciones, se transforme en una más de las tantas ficciones industriales que abogan por la teoría del conflicto central (como sostenía Raúl Ruiz en Poética del cine). Y si bien hay un personaje definido, Thierry Thaugourdeau (estupendamente interpretado por Vincent Lindon), en busca de un empleo, jamás ese itinerario es lineal. En todo caso es una búsqueda que permite detenerse en diversas paradas y decisiones cruciales, lejos de las convenciones narrativas que ocupan el noventa por ciento de las historias vistas los jueves en pantalla. II- La primera escena del film es determinante por sus consecuencias estéticas e ideológicas. Se trata del diálogo que sostiene Thierry con un empleado de estas agencias que otorgan empleo. A medida que transcurre la conversación, sabemos dónde está el humano y dónde el autómata, al mismo tiempo que se devela la trama kafkiana de la burocracia laboral basada en mil excusas para mantener el negocio y no otorgar la posibilidad de un trabajo. Esto incluye el escamoteo de información y la utilización de métodos perversos: obligar al interesado a capacitarse inútilmente, haciéndole perder el tiempo y prolongar la desesperación. El monstruo comienza a definirse, a mostrar su rostro. Mientras tanto, la cámara no perderá de vista al ser humano. Maneja la lógica del plano/contraplano pero concede apenas unos segundos al autómata, sin frontalidad, con leves movimientos horizontales, como si de una cuasi alternancia se tratara. El gesto moral se hace presente, estamos del lado de Thierry. La pantalla ancha amplifica la lejanía con el gélido contrincante que repite automáticamente palabras de conveniencia que le han sido asignadas, así como en otros momentos aumentará la soledad del personaje en un horizonte rutinario y vacío de perspectivas. Esta será la primera de las unidades constitutivas de la película centradas en el motor de la discusión. La negociación es la consecuencia, el legado que el monstruo del mercado bajo el imperio de su ley habilita, ya sea para consensuar como para caer en su misma lógica. Dos escenas confirman dicho funcionamiento. En una de ellas, Thierry se enfrenta al dilema de hacer juicio o no con sus compañeros a la empresa que los despidió. Cada uno da sus argumentos y la charla se torna ardua, siempre al límite. La cámara en mano y los encuadres acompañan la tensión a la vez que confirman la puesta en escena alejada de los desbordes emocionales y las manipulaciones sensibleras. El protagonista alega, resignado, que no quiere seguir adelante, que lo hace por salud mental y que es suficiente. El recurso de Brizé es efectivo: nos ponemos del lado de Thierry por la empatía que el acercamiento de la cámara establece aunque el discurso que resulta del duelo dialéctico arroja otra cruda sentencia implícita: las leyes del mercado son tan potentes que disgregan cualquier acuerdo colectivo, incluso el de las víctimas. La crisis económica que afecta a la familia de Thierry, nos lleva a la otra escena, cuando se ven obligados a vender su caravana estática. El desarrollo de ese momento es de un manejo dramático exquisito a pesar de la tensión creciente y vuelve a mostrar de qué forma los pares adoptan roles impuestos por el mercado. Thierry y su mujer se enmascaran como vendedores y hacen lo que pueden, a la vez que los otros (de su misma condición económica, suponemos) regatean el precio a más no poder. Toda la incomodidad es reforzada por el espacio reducido y los encuadres de los cuerpos apenas metidos en los ambientes. La sensación es que ambas parejas entran en un estado de confrontación verbal que los desnaturaliza. Solo la decisión final del protagonista recupera la dignidad humana, es el grito callado que clausura la insoportable situación. III- Hay un documental de Mark Cousins que propone un viaje por la historia del cine. En uno de los capítulos, que aborda el resurgimiento del cine norteamericano de los setenta, se habla de Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese. El guionista Paul Schrader habla de una de las claves expresivas de la película y tira la frase “no soltar nunca al personaje”. Este procedimiento no solo garantizaría la empatía con el público sino que haría gigante la presencia del protagonista en la pantalla. En concordancia con lo anterior, y salvando las distancias del caso, Brizé hace enorme justicia a la humanidad que Vincent Lindon transmite y jamás lo suelta. Tenemos todo el tiempo del mundo para recorrer desde una necesaria y prudencial distancia su rostro, parte de su cuerpo, interpretar sus gestos, dudar de si alguna vez estallará o no. En cada una de las experiencias de entrevista laboral a las que se enfrenta, jamás lo perderemos de vista. En la segunda de ellas, se incrementa el carácter siniestro ya que no vemos al interlocutor. Se sostiene a través de Skype y escuchamos la voz mecanizada mientras la cámara enfoca las reacciones de Thierry, rendido ante los argumentos macabros y manipuladores de ese otro, impersonalizado. En otra situación de entrevista, es sometido al análisis de sus competidores. La perfidia del momento en el que Thierry escucha las observaciones filosas de los otros solo es compensada una vez más por la cámara, que no lo suelta. A medida que los autómatas esgrimen sus argumentos ésta oscila con leves movimientos que amagan fijar el encuadre en sus rostros pero inmediatamente recupera el plano del protagonista. Cada entrevista está guiada por las fuerzas de una aparente dialéctica donde la confrontación es una ilusión y los perdedores ya están establecidos de antemano. Aún la que mantiene junto con su mujer para conservar los estudios de su hijo discapacitado. Es un ámbito escolar pero las razones del director son las mismas que las de cualquier empresario inescrupuloso, y entonces la única certeza es el fantasma permanente de la exclusión. No obstante, Brizé guarda una carta para la secuencia final. Las leyes del mercado son tan perversas que lo colocan a uno en un estado de confusión, a tal punto que se puede estar del otro lado. Es lo que le pasa al personaje cuando consigue trabajo y debe controlar las cámaras de una tienda. Será un verdugo momentáneo colaborando con la lógica de descubrir gente para despedir, a modo de “cumplir con las misiones que el mercado” nos pone en el camino. Vagará por los pasillos interminables cuyos fondos están desenfocados para que el cuerpo no pierda sustancia nunca. Momento de incertidumbre que solo será salvado por una decisión clave. IV- La Loi Du Marche (me niego a esta altura a repetir la insidia de su traducción) es una película que escenifica el dolor ante la pérdida del trabajo pero jamás se regodea en ello ni cae en el pantano de la manipulación. Es dura y cada corte en el montaje tiene el efecto de un cuchillo que interrumpe la respiración. Sin embargo, pese a todo, además de construir una tesis sobre los efectos despiadados del capitalismo, no resigna ciertos lapsos de felicidad. Algunas miradas objetan que es demasiado peso para el personaje el haber perdido el empleo y encima cargar con la crianza de un hijo discapacitado. Es un error de apreciación que traslada la mirada del crítico hacia la del personaje, quien nunca demuestra signo alguno de pesar por ello. Al contrario, la humanidad de la cámara de Brizé nos muestra un modo de convivencia de una familia unida ante la adversidad (sin hacer de ello un culto) en dos o tres pincelazos, en una cena compartida, en un baile ensayado o en la misma compañía que los padres ofrecen para que su hijo siga estudiando. Por ende, el carácter realista de la película se sostiene también en el equilibrio necesario que implica colocar en la balanza el afecto sin desmesuras ante la adversidad. Un poco como la vida misma. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
En El Precio de un hombre, Vincent Lindon vuelve a protagonizar una película de Stéphane Brizé (Algunas horas en primavera). Thierry (Lindon) tiene ya 50 años y hace largos meses que está sin trabajo. En su casa, tiene que mantener una familia compuesta por su mujer y un hijo con una discapacidad mental. Entre ideas de préstamos, hipotecas y venta de cierta casa de veraneo a la cual se sienten apegados, busca trabajo a través de cursos que no lo llevan a ningún lado, y fallidas entrevistas de trabajo, en persona o a través de Skype. Cuando por fin encuentra un trabajo con el que se lleva bien, empiezan a salir a flote otras cuestiones, otros dilemas. Brizé entrega así un drama con fuerte contenido social, al que cierta lentitud en su relato no hace más que acrecentar la sensación de incomodidad que logra provocar. Se toma su tiempo para contar lo que plantea, por momentos es casi un cine de observación, y esto ayuda a magnificar la sensación de aislamiento que muchas veces siente su protagonista, un Vincent Lindon siempre notable (que ganó como Mejor Actor en el último Festival de Cannes). Lindon carga toda la película, se entrega por completo a su personaje, y sale más que airoso. Más allá de la falta de ritmo del film y el abuso que a veces hace con su personaje que no parece tener algo a su favor, el film es crítico pero a la vez no puede evitar caer en una resolución efectista.
Una película discreta y precisa sobre un tema que a muchos espectadores no les será indiferente. La mayoría de los espectadores no va al cine para constatar su propio desencanto y abatimiento; al cine se asiste para distraerse, reírse un poco, sentir la adrenalina de una aventura que tiene lugar en otro mundo y para observar la felicidad de otros semejantes. Una intuición razonable: no se necesita una pantalla para comprender una realidad conocida y dolorosa. He aquí la paradoja de cualquier película con cierta sensibilidad social, como por ejemplo El precio de un hombre, de Stéphane Brizé. Misterioso alivio paradójico: cuando una película desestima la denuncia programática y en su lugar busca tentativamente retratar una experiencia con cierta delicadeza y a través de un giro del entendimiento que sume un matiz no percibido a lo que ya se sabe (y acaso se padece), el espectador suspira y agradece. La película es un amigo indirecto, una entidad espectral que le da un abrazo en el momento justo. Es entonces cuando Vincent Lindon, transfigurado como un laburante llamado Thierry, es uno de nosotros. Ilusión óptica, versión adulta de la magia del cine, Lindon puede ser cualquiera que esté sentado en la butaca; sí, por una hora y media, él es uno de nosotros. La película de Brizé es un compendio de humillaciones, de esas que corroen puntillosamente el alma. Una retahíla de acontecimientos inaceptables supuran hasta que en un momento se reclama un límite. Llamémosle, a ese demarcación inesperada, la demanda de dignidad. Las dos últimas escenas de El precio de un hombre escenifican esa clarividencia moral de los hombres honestos. Lo genial aquí pasa por observar el lento surgimiento de la dignidad que se apoderará del personaje de Lindon. Ese proceso (in)visible justifica todo. Brizé propone una situación reconocible: un hombre de unos 50 años pierde su trabajo y no consigue reincorporarse al mercado laboral. Está casado con una hermosa mujer, sin duda una buena compañera, y tiene con ella un hijo discapacitado, el cual quiere empezar a estudiar en la universidad. No se habla de progreso, pero esa familia de clase trabajadora ha sido signada por la creencia en él, en su posibilidad. Tienen una casa propia que aún están pagando, una casa rodante que pondrán a la venta debido a las circunstancias y un auto de segunda línea. Ese bienestar mínimo, obtenido con el esfuerzo de años, es lo que se pone en riesgo. La primera parte del filme consiste en seguir el conjunto de procedimientos y actos que un desempleado adulto debe llevar a cabo para tal vez encontrar un lugar en el universo laboral: entrevistas reales o virtuales con los empleadores, visitas al seguro social, algún curso de capacitación e incluso un entrenamiento para saber venderse mejor como potencial empleado frente a los encargados de recursos humanos. El pasaje de esa capacitación laboral es tan didáctico como desesperante: Thierry simula una entrevista y sus compañeros analizan su comportamiento holístico: posición corporal, gestos faciales, semblante general; el yo es un producto, una oferta. Después de una elipsis justificada, Thierry estará a prueba como guardia de seguridad en un supermercado. Su trabajo consistirá en detectar pequeños robos, a veces con sus propios ojos, en otras ocasiones a través de un dispositivo de vigilancia óptica que lleva a pensar que una galletita vale lo mismo que un lingote de oro. La evolución de Thierry en ese trabajo es lo que determinará la curva dramática de la película. Hay dos escenas hermosas, de una discreción notable y acaso felices, filmadas a cierta distancia y respetando la intimidad de los personajes. En una, Lindon simplemente baila con su mujer en una clase de danza. En la otra, Lindon siente felicidad por la felicidad de una mujer prácticamente desconocida a la que tras 32 años de trabajo en el supermercado le llegó la hora de jubilarse y festeja su partida. La felicidad suele admitirse como una propiedad anímica que solamente tiene que ver con el sentimiento propio. Rara vez se filma la fugaz felicidad que provoca la felicidad ajena. La alegría del personaje de Lindon nos pertenece.
Francia bien ya podría erguirse como usina de un hipotético género denominado "cine de desempleo". Al igual que películas como Recursos Humanos, El empleo del tiempo (ambas de Laurent Cantet) o El adversario (Nicole García), el film de Brizé sigue las penurias de un hombre de mediana edad ante la pérdida de su trabajo. En este caso se trata de Thierry (Vincent Lindon), desocupado hace algunos meses y encargado de mantener a su mujer y a su hijo discapacitado. Dirigido también por Brizé en Algunas horas de primavera, Lindon vuelve a encarnar a un personaje aplomado, con un rostro -favorecido por numerosos primeros planos- que parece comprender mucho más de lo que dice. Mientras intenta reinsertarse en el mercado laboral, Thierry muestra una entereza notable: es humillado en un par de entrevistas, hace cursos de nula utilidad, tiene que soportar sugerencias cuando solicita un préstamo bancario y hasta fracasa en la venta de una casa de fin de semana destinada a "parar la olla". Así y todo, no está dispuesto a arrodillarse ante nadie. Finalmente, nuestro hombre conseguirá un empleo como vigilador en un hipermercado, donde tendrá que exponerse a evitar robos de mercadería, incluso por parte de ancianos ("Los ladrones no tienen ni edad ni color", le advierten), o denunciar a algún empleado que se queda con un vuelto. Estas situaciones, en las que el acusado es interrogado en un estrecho cuatro de servicio, son exhibidas a través de planos secuencia que las tornan tan asfixiantes como patéticas. El precio de un hombre, aunque no aporte una visión distinta que sus "antecesoras", no deja de interpelar acerca del drama personal de la desocupación, la precariedad laboral, la doble moral de los empleadores y la conservación de la dignidad. La escena final, fuera de cualquier justicia poética, es tan honesta como el resto de la película.
Un desafío moral El director francés Stéphane Brizé cuenta esta historia de ficción como si fuera un documental. El recurso narrativo que utiliza de manera prácticamente excluyente es enfocar la cámara como si se tratara de un personaje más de la trama, sólo que adopta las características de una especie de intruso que observa sin ser advertido por los otros personajes. Ese intruso se mueve con un punto de vista a la altura del ojo humano, precisamente, y acompaña sobre todo a Thierry, un hombre de 51 años, desempleado desde hace más de un año y con una familia a cargo. Con un reiterado uso de plano y contraplano, y otros momentos, como en la escena final, con un nervioso travelling casi corriendo detrás del protagonista, “El precio de un hombre” (La loi du marché/La ley del mercado, en el original) relata paso a paso todo el proceso de adaptación a la nueva situación por parte de este individuo, que ha quedado excluido del mercado laboral al cerrar la empresa en la que trabajaba, y las dificultades que encuentra para volver a insertarse. Con una rigurosa economía de recursos expresivos, el observador va mostrando a Thierry en diferentes situaciones. Comienza con el personaje en plena entrevista laboral en la oficina de empleo, donde se entera de que, pese a haber realizado un curso de capacitación, no califica para un trabajo por no reunir una serie de requisitos de los cuales no fue advertido al hacer dicho curso. Frustrado y con la sensación de haber perdido mucho tiempo y tal vez otras oportunidades, Thierry se traga la bronca y sigue buscando alternativas. El suyo es un camino individual, ya que rechaza la propuesta de otros compañeros en situación similar de realizar reclamos conjuntos. Thierry ni siquiera habla con su esposa de ese tema. También tiene un hijo adolescente discapacitado a quien atiende con especial solicitud, pero se cuida todo el tiempo de no transferirle al muchacho su angustia de padre y de esposo, y se muestra, en cambio, abierto a seguir las recomendaciones de los especialistas en recursos humanos, que lo llevan a concurrir a reuniones de evaluación en grupo de sus aptitudes y también otras prácticas para mejorar su expresividad y comunicación. Breve y conciso para manifestar sus pensamientos y también sus emociones, va maniobrando ante la adversidad, sorteando cada dificultad, haciendo concesiones a su dignidad, en la medida en que su espíritu de lucha se lo permite. Después de algunos intentos fallidos, finalmente, consigue otro empleo, aunque de menor jerarquía y salario más bajo que el que perdió. Las cosas empiezan levemente a mejorar, en ese aspecto, aunque el sistema muestra otro frente difícil, que es la inserción del hijo discapacitado en un mundo insensible y altamente competitivo. Sin bajar los brazos, Thierry y su esposa siguen adelante, buscando opciones para el joven y también para ellos. Pero en su nuevo empleo, este padre de familia deberá enfrentarse a un desafío moral que lo pondrá en una encrucijada que parece colmarle la paciencia. Si bien el final es abierto, deja la sensación de que esta vez a Thierry la presión le ha dado en un punto de no retorno o por lo menos, extremadamente difícil de digerir. La pregunta que deja flotando Stéphane Brizé es hasta dónde está dispuesto un ser humano normal, y en condiciones de desempeñar un trabajo de no poca responsabilidad, a tolerar conductas abusivas de los empleadores, en busca de obtener mayor rentabilidad a cualquier precio. Una pintura social de un momento histórico en el que los problemas laborales de la sociedad actual afectan a gran cantidad de miembros de la clase media proletaria de las grandes ciudades. Un tema recurrente en la cinematografía francesa de los últimos años al que el “El precio de un hombre” de Brizé aporta su punto de vista. Cabe mencionar que el actor Vincent Lindon ha obtenido el merecido premio a la mejor actuación, por este papel, en el 68º Festival de Cannes.
Stéphane Brizé posee una sorprendente habilidad para narrar. En 2009 se estrena Mademoiselle Chambon, un drama romántico tan similar a In the Mood for Love pero en versión francesa. Tres años después, llega con Algunas Horas de Primavera con una hermosa participación de Emmanuelle Seigner. Ahora es el momento de El Precio de un Hombre (La Loi du Marché). Estas últimas producciones cuentan con el protagónico de Vincent Lindon, un actor capaz de llevar con autenticidad cualquier papel que le presenten. Brizé, ahora, se corre del plano amoroso para mostrar lo que vive la sociedad de clase media francesa en la actualidad. Algo similar lo habían filmado los hermanos Dardenne en Dos días, una noche. Thierry tiene una familia que mantener y lleva varios meses sin trabajo. Las oficinas de búsquedas de empleos le ofrecen pocas alternativas. El banco le avisa que se está quedando sin ahorros y le brinda algunas soluciones atroces. Vender sus pertenencias para generar ingresos es como vender el oro que hay en el Vaticano, comida para hoy, hambre para mañana. De alguna manera tiene que continuar, mantener la frente en alto. Con la frente en alto, cuestión de dignidad. Pronto lo vemos como agente de seguridad en un hipermercado. El trabajo consiste en vigilar, controlar que todo esté en orden, que nadie se robe comida, que ningún cliente o empleado se lleve algo que no está permitido. De a poco pareciera que el nudo de la corbata de Thierry se va ajustando. Dignidad y tolerancia, todo tiene su precio. En este drama social, Brizé toma distancia para dar paso a la problemática de cada personaje. Cada uno de ellos es un mundo, cada escena es tan realista hasta rozar lo documental.
Mantener la dignidad El cine social francés quizá sea el mejor del mundo, o al menos puede decirse que a nivel mundial se encuentra –con sus diferencias, naturalmente– cabeza a cabeza con el rumano y el iraní. Cineastas como Laurent Cantet, Abdellatif Kechiche, Ursula Meier y Robert Guédiguian son sencillamente de los mejores realizadores en el registro, y han depurado un estilo muy particular –que de a ratos es también compartido con otros cineastas europeos, incluyendo a los ineluctables hermanos Dardenne–, sustentado en una naturalidad sobresaliente y un talento específico para las situaciones coloquiales y cotidianas. Es verdad que suelen presentar cuadros bastante alejados de los que vivimos en el Tercer Mundo (aquí tendríamos que agregarles un Iva de gravedad), pero de todos modos nos permiten reflexionar sobre problemas globales de los que no somos en absoluto ajenos. En este registro, y otra vez en torno al universo laboral y los cambios acontecidos en los tiempos que corren –recordar El empleo del tiempo, Recursos humanos y La cuestión humana–, es que se presenta el cuadro en que un hombre de 51 años (brillante Vincent Lindon) lleva ya 20 meses de desempleo, luego de ser despedido de su trabajo como obrero especializado (es que salía más barato comprarle a los chinos). Ya está harto de hacer cursos inútiles o de ser rechazado en cuanto trabajo se presenta, y las entrevistas laborales son sólo una parte de las sucesivas humillaciones que le toca atravesar. Quitando el foco de los problemas concretos del hombre, esta es una película sobre el difícil equilibro que supone, para un individuo que necesita trabajar a toda costa, mantenerse en sus cabales. O mejor dicho, de la dificultad de conservar la dignidad cuando deben reducirse paulatinamente las expectativas respecto a la calidad de vida, cuando la persona debe desoír sus principios o su simple necesidad de ser considerada un ser humano. Al verlo continuamente en situaciones degradantes podemos contemplar hasta qué punto el mercado laboral puede convertir a un hombre en un individuo atomizado, egoísta y, lo que es peor, inescrupuloso. La conciencia de clase tiende a desaparecer cuando se impone la desesperación. El director Stepháne Brizé, con ocho películas en su haber, ya merece ser visto como uno de los grandes. Simplemente ha filmado dos películas que en su momento fueron de lo mejor de sus respectivos años: Un affaire d’amour (2009) y Algunas horas de primavera (2012). Lo verdaderamente meritorio de Brizé parecería ser que sus películas colocan a la audiencia en situaciones que perfectamente pueden pasar como reales, que sirven como espejos en los que verse, y que al mismo tiempo pueden llevarle a evaluar causas, posibilidades, consecuencias, compartiendo las dificultades de los protagonistas en dar con una solución sencilla. Un cine que nos lleva a repensar nuestra vida y nuestro entorno, no es poca cosa.
La ley del mercado En una oficina de Recursos Humanos, un hombre sin trabajo, ostensiblemente irritado, pero que logra de todas formas conservar la calma, cierta civilizada compostura, un hombre casi a punto de perder definitivamente la paciencia y descargar una violencia que sobrelleva, mediante un esfuerzo descomunal, reprimida en el cuerpo, se queja. Razonablemente se queja, porque justo allí donde deberían facilitarle la búsqueda de empleo, por el contrario, se la complican aún más: le exigen la realización de cursos que luego no sirven –o no aplican- para el puesto solicitado. Y así pierde el tiempo y la energía y las ganas. Pero no la paciencia. El tipo discute, insiste, se empecina en subrayar el despropósito en el que incurre la empresa. Reclama, en definitiva, un poco de respeto para los que, como él, padecen la realidad de la desocupación. Y sin embargo, cada vez, su reclamo colisiona irremediablemente contra la indiferencia de su interlocutor, un empleado burocratizado que no puede sino seguir instrucciones y volver a iniciar el proceso. La primera escena de El precio de un hombre (cuánto mejor sería recuperar el título original, La ley del mercado, 2015), del director francés Stéphane Brizé, revela de inmediato una sensación que el film intentará pacientemente consolidar: la impotencia. Thierry (un brillante Vincent Lindon) tiene más de cincuenta años y está desempleado. Debe mantener a su familia y, especialmente, cuidar la salud de su único hijo, quien padece una grave dificultad psicomotriz. Busca trabajo con desesperación. Pero la suya será una desesperación inexpresiva, como amontada en el cuerpo, perceptible solo en la mirada. Será allí, en la desolación que registran sus ojos, donde se concentrará, feroz, una desesperación incomoda y que esconderá el germen de un resignado desánimo. Thierry discutirá en vano. Sus palabras rebotarán, tropezarán y caerán, ya disminuidas, casi afónicas, al vacío de la imposibilidad. El director francés evidenciará durante el conjunto de la historia una fuerte convicción de no precipitarse. Aguardará lo necesario para que su personaje despliegue sin afectación el fondo espeso de tristeza que lo determina. La cámara lo seguirá constantemente, concentrando su atención en cada uno de sus movimientos. Prudencia que le permitirá narrar con solidez la magnitud –la hondura- de la situación que lo funde y atraviesa. La película está dividida en dos partes. Porque finalmente Thierry encontrará trabajo. Lo contratarán como personal de seguridad en un supermercado. Su tarea será la de vigilar a los clientes, pero fundamentalmente a sus propios compañeros. Los dueños -que en la película de Brizé permanecerán, como si no existieran, fuera de campo- buscarán cualquier excusa para reducir personal. Durante largas escenas veremos entonces a Thierry caminar circunspecto por el supermercado. Caminará observando. Serán sus propios ojos los que descubrirán cómo funciona – su ley implícita- un mercado de trabajo que exhibe su eficacia precisamente en la condición anónima de sus hacedores.