El precio de la verdad

Crítica de Rodolfo Weisskirch - Visión del cine

El precio de la verdad, lo nuevo de Todd Haynes, se inscribe dentro del subgénero “cine de denuncia” y, si bien se aleja de la temática y estética tradicional del realizador, confirma, al mismo tiempo, la solidez como narrador del director de Lejos del paraíso.
Abogados luchando contra empresas que contaminan el agua de granjeros. No se trata de una temática novedosa en el cine estadounidense. En 1998, Steven Zaillian, el guionista de El irlandés, dirigió Una acción civil, película en la que John Travolta interpretaba a un ambicioso abogado que decide defender a una familia, cuya agua fue contaminada por una empresa multinacional. Dicha temática también fue la excusa de Erin Brockovich, el film del año 2000 dirigido por Steven Soderbergh, donde Julia Roberts, que ganó un Oscar por este personaje, era una abogada y mesera que decide ir en contra de una importante empresa que también contaminó el agua de todo un pueblo rural.

El tema parece no agotarse nunca. Ahora Todd Haynes, el prolífico director que, por un lado, representó la homofobia en los años 50, y la represión sexual con las excelentes Carol y Lejos del paraíso, y por otro hizo dos notables y personalísimas biopics musicales con Velvet Goldmine (sobre la relación de Iggy Pop y David Bowie) y I’m not there (el original retrato de la vida y obra de Bob Dylan), es quien aborda el tema, desde una perspectiva bastante clásica y convencional, en ciertos aspectos, pero sin dejar de lado la solidez narrativa y la cinefilia que lo representan.

Mark Ruffalo interpreta a Robert Bilott, un relevante abogado de una firma que tiene como clientes a casi todas las empresas que hacen productos químicos en Estados Unidos. Todas, salvo DuPont. Cuando un granjero, amigo de su abuela, le pide a Robert que lleve a juicio a la compañía multinacional por envenenar y asesinar a casi todo su ganado, el protagonista comienza una investigación que deriva en un proceso judicial que duró más de 14 años, y la constatación del peligro que representa el uso de cierto producto químico, no sólo en el pueblo donde se centra el conflicto, sino, también, para el resto de la humanidad.

Todd Haynes aborda la historia con la tensión de un thriller psicológico y se da la libertad de poner en perspectiva el riesgo de la contaminación ambiental, usando de ejemplo a una de las más terroríficas películas de todos los tiempos. Con mucha sutileza, el director emula en la secuencia de inicio al comienzo de Tiburón (Spielberg, 1975), para demostrar el peligro real que representa la eliminación de desechos en el medio ambiente.

Haynes y Ruffalo deciden exhibir el arco dramático de Bilott en toda su amplitud, desnudando, además, las consecuencias personales y sociales que le trajo este pleito, tanto en el terreno laboral (enfrentamientos con sus jefes, reducción de sueldo) como en lo familiar (discusiones con su esposa, descuidos como padre) y, asimismo, a nivel físico y psicológico. Por fuera del recorrido de héroe que tiene Bilott, el granjero, que interpreta el gran Bill Camp, es otro de los personajes fuertes del relato. Sobre ambos se concentra la mayor tensión y suspenso del filme.

Así como es notable el dinamismo y la solvencia narrativa que Haynes le aporta a la historia, también hay que destacar que el guión es uno de los puntos más flojos del film. Más allá de la convencional estructura, los diálogos son sobreexplicativos y la función de ciertos personajes secundarios, como la esposa y el jefe de Bilott (desaprovechados Anne Hathaway y Tim Robbins), son una mera excusa para que el protagonista descargue todo lo que sabe y explique aquello que es demasiado técnico para el espectador común. Entonces, cuando los personajes hablan, exponen lo que el espectador, seguramente, se pregunta a medida que avanza la investigación.

Esa sobrecarga de información, por momentos, provoca cierta morosidad y redundancia en el relato. Por suerte, la maestría visual de Ed Lachman, habitual director de fotografía de Haynes, y la sólida, austera y genuina interpretación de Ruffalo, para construir un universo contaminado y crear al perfecto antihéroe de los más humildes, respectivamente, potencian los méritos que ya tenía la historia. Entre los secundarios también aparecen Mare Winningham, Victor Garber y Bill Pullman, en un personaje un poco caricaturesco.

El fuerte del cine de Haynes es siempre la forma en que incorpora la cinefilia y el arte popular en la construcción de un relato clásico. Y si bien queda demostrado que este fue un trabajo por encargo y la estética o intereses temáticos de su obra habitual quedan relegados, hay un componente noble en la construcción del personaje que lo emparenta con aquellos abogados pacíficos pero insistentes, que tienen la moral como bandera, para defender a los más marginalizados del sistema y hacer justicia hasta las últimas consecuencias. El Rob Bilott de Mark Ruffalo sigue, de esta manera, el camino del Atticus Finch de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, o alguno de los tantos justicieros civiles que interpretaran James Stewart, Paul Newman o Al Pacino, trabajando para Preminger, Lumet o Jewison. En esa línea, y en la de alguna novela de John Grisham, va esta película que, aún con algunos clisés y lugares comunes, logra atrapar, entretener y hacer reflexionar.

El precio de la verdad no escapa de ciertos estereotipos y convenciones del thriller de denuncia, pero la habilidad como narrador de Todd Haynes, aún alejado de sus propuestas más autorales y radicales, y la sólida interpretación de Mark Ruffalo, la convierten en una obra intensa, cuya meta de concientización va en forma paralela y termina siendo completamente justificada y, a la vez, necesaria para los tiempos que corren.