El precio de la verdad

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

Entre caníbales

Con dirección de Todd Haynes y un notable protagónico de Mark Ruffalo, El precio de la verdad es un film testimonial carente de las mañas del género.

En algún punto a lo largo de El precio de la verdad –otra despiadada adaptación vernácula de un título extranjero, que en este caso padece Dark Waters–, uno percibe cómo Mark Ruffalo se monta al hombro el peso de esta historia, quijotesca por donde se la mire. Como actor y productor, era esperable que el film fuera un mano a mano entre él y el director Todd Haynes. Sobre todo porque una biopic testimonial no parece entrar dentro de la órbita del autor de Velvet Goldmine –si bien Lejos del cielo (2002) y Carol (2015), dos ficciones ambientadas en los cincuenta eran sentidos alegatos sobre un pasado no muy lejano–. En El precio de la verdad, Rob Bilott (Ruffalo) es un abogado de Ohio con una prometedora carrera por delante que, inesperadamente, recibe una propuesta que puede abortar su futuro. Es el viejo dilema de decidir entre la ética o el bienestar asegurado para él y su familia. Ese es el meollo de un hecho real, transcurrido entre fines de los noventa y los primeros 2000, adaptado por los guionistas Mario Correa y Matthew Michael Carnahan a partir de un artículo en The New York Times. Y Haynes, operando desde las sombras, maneja la trama para sustraer toda la épica tradicional en un film de estas características.

Hay curiosamente una faceta religiosa en el film, y es el tema de la conversión. De la inicial incredulidad al apostolado –notoriamente, también, los Bilott son católicos practicantes–. Rob integra Taft, un prestigioso bufete de abogados de Cincinnati presidido por Tom Terp (Tim Robbins), cuando durante una reunión es solicitado en la recepción por un desconocido. Bilott abandona momentáneamente a sus colegas para lidiar con una situación dantesca. Dos granjeros con las ropas embarradas, como recién salidos de un lodazal, lo increpan con miradas hoscas en la antiséptica sala de recepción. Uno de ellos, Wilbur Tennant (un intenso Bill Camp), toma la palabra. De manera vehemente, rústico, en franca tensión con el entorno, Tennant solicita a Bilott representación legal contra la compañía química DuPont, que, según alega, está envenenando a su ganado en West Virginia. Es una escena maestra de Haynes, ayudado por la pericia de Camp, un batallador de roles secundarios en films como 12 años de esclavitud, Birdman y Joker. Básicamente, Rob no puede representarlo porque DuPont es un “cliente amigo” de Taft. Y Winnant –que irrumpió en escena como un vaquero decidido a robar un banco– va gradualmente empequeñeciéndose, pasando del tono demandante al tartamudeo, y finalmente a una silenciosa retirada signada por la impotencia. El motivo por el cual acude a Bilott es tan descorazonador como simbólico de su ingenuidad: fue recomendado por su abuela, vecina de Winnant en West Virginia.

¿Dónde están las marcas de Haynes? En el registro de una suburbia por momentos desangelada, que contrasta hogares tranquilos, de felicidad a raya, con casas típicamente norteamericanas, grandes pero venidas a menos, en las calles de Parkersburg, West Virginia –un patio trasero que podría ser cualquier rincón del conurbano–, y sus habitantes malhadados, acechados por un tóxico arrojado por una multinacional despiadada. El guion y la historia lo habilitan, por no decir lo compelen, pero Todd Haynes se asoma a esos interiores como quien hace un allanamiento, y muestra lo que ninguna familia desearía mostrar.

Bilott visita a Tennant, residente de una de las zonas más próximas al apocalipsis del sueño americano. La contaminación es palpable en las aguas blanquecinas del arroyo; el granjero lleva perdidas 190 vacas y difícilmente pueda recuperarse. Espantado por lo visto –y también, vale decir, llevado por la culpa católica–, Bilott libra una orden pidiendo la captura de documentos sobre la actividad de DuPont en West Virginia; así descubre la presencia de una sustancia sospechosa, conocida como PFOA, presente en varias regiones del Estado. La búsqueda de información sobre la sustancia –hay un gracioso cameo de Ruffalo surfeando infructuosamente en un obsoleto buscador de la época, como Altavista– lo enfrentará abiertamente con Phil Donnelly (Victor Garber), representante del gigante químico en Ohio. Así, todo termina con una demanda a DuPont cuando el abogado descubre que la sustancia surgió en los cincuenta, con la creación del teflón, y circula ante la pantalla un espeluznante material de archivo de época que Haynes –casi un “natural” del período– maneja pese a todo con sobriedad.

Desde esa década, los residuos de PCOA arrojados en el ambiente provocaron la proliferación de casos de cáncer en operarios, así como malformaciones en los bebés de embarazadas que trabajaron en la planta. Desde luego, DuPont siempre estuvo al tanto de la situación y desconoció su negligencia, a riesgo de resignar la manufacturación de teflón, un producto que le generaba ganancias por un billón de dólares anuales. Hay en todo esto ecos de la serie Chernobyl y la creciente enemistad de Hollywood con los sectores de poder norteamericanos. “Nuestro gobierno es cautivo de DuPont”, confiesa en algún momento Billott a su esposa, durante un período del film cronológicamente coincidente con la administración del propio Obama. Es la transparencia de estos personajes larger than life al tiempo que cotidianos lo que da al film una atracción indeleble. Un simpático cameo de Bucky, víctima real de esas malformaciones, es una muestra de cómo Haynes documenta sin innecesarios golpes bajos.

Este tenor se sostiene hasta el final, cuando, como al pasar, una placa informa –¡horror de horrores!– que la presencia de PCOA se extiende actualmente al 90% de la población mundial. Y en el medio está Bilott, David y Quijote, un héroe sin capa. Ruffalo hace una interpretación excepcional, muy probablemente inspirado en el Columbo de Peter Falk. Es un hombre aparatoso y desgastado, algo tímido, pero implacable a la hora de investigar y arrinconar a los poderosos en una corte, aunque sea para hacerles pasar un mal rato. Y en el mano a mano, Todd Haynes lo hace transpirar, lo estresa, lo hace colapsar de tensión e incluso atravesar momentos de peligro –muy verosímiles, por cierto–, como en un thriller. Ojalá haya más Dark Waters testimoniales, igual de envolventes. Que para eso está el cine.