El precio de la verdad

Crítica de Jessica Blady - Filo.news

A LA ERIN BROCKOVICH: la justicia tarda, pero llega

Todd Haynes nos sumerge en un drama legal basado en hechos reales, que se extendió a lo largo de dos décadas de lucha justiciera.

Todd Haynes tiene en su haber películas bastante disímiles como “Carol” (2015), “Lejos del Paraíso” (Far from Heaven, 2002) y “Velvet Goldmine” (1998), pero un denominador común en sus historias: la impronta de sus personajes y las relaciones que establecen, mucho más allá de los artificios narrativos o visuales. Con “El Precio de la Verdad” (Dark Waters, 2019) entra en el terreno del thriller legal basado en hechos resales, camino que supo recorrer Steven Soderbergh de la mano de “Erin Brockovich” (2000) con la que, salvando las distancias y la exuberancia (o no) de sus protagonistas, mantiene varios puntos en común, sobre todo cuando se trata del “Quijote justiciero” que debe luchar contra los molinos de viento de las grandes empresas y los poderosos, muchas veces amparados por la política.

Por ahí viene la historia de Robert Bilott (Mark Ruffalo), abogado corporativo de Cincinnati (Ohio) que se embarca en una cruzada de más de dos décadas contra la empresa DuPont y sus acciones contaminantes. Como nuevo socio de la firma Taft Stettinius & Hollister, Bilott está más que acostumbrado a defender a grandes corporaciones como DuPont, pero tras un pedido personal de su abuela, acepta investigar el caso de Wilbur Tennant (Bill Camp), un granjero de Parkersburg, West Virginia, que está perdiendo todo su ganado por culpa de un vertedero cercano conectado con la compañía en cuestión.

Robert se resiste al principio, pero siente que la moral lo empuja y emprende una pequeña acción legal contra DuPont -con el visto bueno de su jefe Tom Terp (Tim Robbins)- como una forma de dar el ejemplo y, de paso, poder acceder a más información sobre los químicos desechados por la empresa. Componentes que, pronto descubre, no están regulados por ningún organismo oficial, y por esta razón nadie sabe si son o no peligrosos para los seres humanos y los animales. Mientras los abogados de DuPont pretenden ahogarlo en una montaña de papeles, él empieza a desentrañar una verdad nociva oculta por más de cuatro décadas, causante de malformaciones y enfermedades mortales: un compuesto utilizado para la fabricación del teflón, un elemento común en millones de viviendas norteamericanas e incluso en su propio hogar.

La batalla que viene a continuación es la del propio Bilott tratando de demostrar el riesgo causado por el llamado PFOA, la negligencia de la compañía y la búsqueda de justicia para su cliente y toda una comunidad ignorante de este peligro. Con el correr de los años (todo empieza en 1998), su trabajo en el bufete entra en conflicto, así también como su matrimonio, pero la tenacidad de Robert va más allá de cualquier recompensa o acuerdo económico que pueda conseguir, sino la posibilidad de salvaguardar el futuro médico de los residentes de Parkersburg, todo un precedente para este tipo de acción legal.

Tarda, pero llega
Haynes y los guionistas Mario Correa y Matthew Michael Carnahan parten de varios artículos periodísticos, entre ellos “The Lawyer Who Became DuPont's Worst Nightmare” de Nathaniel Rich, publicado en New York Times Magazine en 2016; “Welcome to Beautiful Parkersburg, West Virginia” (2015) de Mariah Blake, y la serie denotas “Bad Chemistry” de Sharon Lerner, además de las memorias del mismo Bilott, detallando estos veinte años de batalla legal.

Sí, el film se extiende a lo largo de este período siguiendo los tropos y lineamientos de este tipo de dramas, pero con la cabeza siempre en la lucha de poderes, donde el peso socioeconómico siempre desequilibra la balanza en favor de los más ricos. A Robert le toca convertirse en abanderado de los ignorados y aquellos que no tienen voz, justamente, por no contar con los recursos. Si somos sinceros, “El Precio de la Verdad” no trae nada nuevo al panorama cinematográfico, pero sí mucha sinceridad y conciencia a través de los ojos (y la cámara) de Haynes que busca constantemente estos contrastes (visuales), poniendo el foco en las pequeñas ciudades afectadas y sus habitantes, y no tanto en lo que ocurre en la corte con los señores de traje.

A veces hay que involucrarse
El espectador no puede quedar inmune ante los sucesos de la pantalla -ni evitar sentir la misma empatía e impotencia que va sofocando al protagonista-, y más allá de las distancias geográficas y los diferentes escenarios que nos propone, se nos hace imposible no reaccionar (o paranoiquear) a medida que se van revelando los efectos del PFOA. Puede que queramos llegar a casa y revolear todas las sartenes, pero también podemos sentarnos a reflexionar sobre todas esas cosas que nos rodean -y en apariencia, nos facilitan la vida- que también ocultan su lado dañino porque nunca nadie se ocupó de averiguar si lo tienen. O peor aún, los que están bien arriba barrieron los riesgos debajo de la alfombra porque la economía y el capitalismo son criaturas con las que no siempre se puede luchar… ni mucho menos, ganar.