El precio de la codicia

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Capitalismo para principiantes

Con llegada oportuna en tiempos de sismos financieros (más aún en el momento de su estreno original, a comienzos de 2011), El precio de la codicia se mete de lleno en la oficina de una importante firma de Wall Street a punto de colapsar, narrando todo con el sigilo tenso de un thriller bursátil de madrugada; es que todo ocurre una misma noche, cuando el pen drive de un ex empleado revela la caída en picado de los activos de la firma, cuyos responsables deberán hacerse cargo del inminente colapso, vendiendo como sea las acciones disponibles.

Argumento que sirve también como spoiler, porque lo cierto es que no suceden muchas más cosas en este debut de J. C. Chandor: el resto son caras apesadumbradas de jerarquías diversas que de a poco van entrando en razón de que se les viene la noche, discusiones severas a puertas cerradas y planos de altura de Nueva York que funcionan a la vez como contexto distractor y como metáfora del poder que se cuece en los altos edificios de la Gran Manzana.

Y al igual que esas postales ilustrativas, El precio de la codicia se vuelve obvia al trazar ese fresco de señores trajeados sin escrúpulos que dialogan a fuerza de efectistas sentencias hollywoodenses, como cuando Jared (Simon Baker) dice: “Esto es extraño, parece un sueño”; y un sombrío Sam (Kevin Spacey) le responde: “No lo sé. Quizá sólo nos hayamos despertado”.

Y la cuestión recrudece cuando el jefazo de poder abismal (los edificios le quedan chicos, por eso llega en helicóptero) John Tuld (Jeremy Irons) se erige como el capitalismo en persona al repasar todas las depresiones económicas de la historia, para terminar diciendo: “el dinero son sólo papeles con dibujos que sirven para comer” y “siempre ha habido ganadores y perdedores, el porcentaje sigue siendo el mismo” y “no podemos cambiarlo, sólo reaccionar”.

Entre tanto análisis superfluo de la “codicia”, el filme encuentra su razón de ser en la relación afectiva entre Sam y su perra moribunda, demostrando que una vida concreta puede resultar más valiosa que los números y cifras y porcentajes abstractos y esa población “global” que titila en los rascacielos.