El precio de la codicia

Crítica de Daniel Castelo - Infonews

En medio de una época en la que la discusión en torno al capitalismo se volvió una constante, motorizada por nuevos sucesos que la ponen en interpelación día tras día, el estreno de una película que subraya algunas de las miserias más nítidas del sistema no sorprende.

Kevin Spacey, el yuppie bueno.
Kevin Spacey, el yuppie bueno.

Sin embargo, el caso de El precio de la codicia, más que destacar recuerda en más de un pasaje a lo que ya vimos hace tres décadas en Wall Street, el opus militante de Oliver Stone. En ese largometraje de los 80s la lupa estaba puesta sobre los yuppies, personajes excluyentes del mundo financiero de aquel entonces. Esos mismos personajes, desde otro prisma y treinta años después, ocupan el protagonismo aquí, en este film menor y que no termina de definir el lugar en el que está parado.

Margin Call, tal su título original, se centra en lo que sucede en una empresa multimillonaria cuando uno de sus empleados descubre que se avecina un quiebre financiero, un golpe fatal a la compañía. El dato origina un tornado entre los cabecillas del negocio que provoca reuniones de madrugada y un frenesí de oficina de proporciones épicas. Todo entre las paredes de un rascacielos típico de los dueños poder económico según Hollywood.

Más allá de un guión que se sostiene con buen pulso, la película tropieza con la falta de interés, con la ausencia de atractivo con la que cargan los personajes que llevan adelante el relato, un grupo de especuladores, parte de un engranaje financiero atroz, culpable de la crisis que arrastró a buena parte del mundo a la incertidumbre económica como hacía décadas no sucedía. ¿A alguien le importa el destino de un grupito de villanos grises y sin mayores tonalidades? El único destacable en el combo es el crápula interpretado por Jeremy Irons, siempre justo e impecable.

Así es que El precio de la codicia se enmarca en el género del drama pero con apenas algunas pinceladas de feedback entre lo que sucede en pantalla y el espectador, que atraviesa los 103 minutos de cinta a la espera de algún personaje que lo cautive, o que al menos le inspire el mínimo ligazón necesario para hacer suya la historia. En ese camino, el rol jugado por un medido Kevin Spacey es el que más se acerca, pese a una escena final que satura de obviedad.