El Polonio

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Al otro lado del paraíso

La solitaria vida en Cabo Polonio en invierno.

El Polonio empieza con un plano, silencioso, del rostro de una mujer, que parece luchar interiormente contra la cámara. En su mirada, en sus gestos, en su forma nerviosa de fumar, incluso en sus rasgos, notamos una angustia añeja. Tiene motivos. Pero la película no busca indagar en ellos ni desarrollarlos, sino mostrar a Natalia, en su hábitat/refugio, que en la idealización turística es mero edén: Cabo Polonio.

“Estuve unas vacaciones, con mi pareja, y me quedé, sola -cuenta-. Pero mis problemas se instalaron conmigo. Nadie se viene a vivir acá porque sí, o porque le gusta el lugar. Polonio es precioso, pero generalmente hay algo más. Este lugar es como un nosocomio; los pobladores somos como pacientes”.

Curiosa forma de describir un paraíso, como si fuera La montaña mágica , de Thomas Mann. ¿Por qué usa Natalia la palabra “nosocomio”? Tal vez por su aversión a los hospitales, desde la muerte de su pequeña hija: el sinónimo como módico atenuante. En adelante, la cámara seguirá la vida cotidiana de ella, en esa costa hermosa y salvaje: su vínculo con pobladores -son apenas sesenta- que cargan con otros fantasmas.

La extrema belleza natural se intercala con retazos de historias dramáticas, mitigadas por la distancia y el análisis relajado que permite. Natalia sigue yendo a terapia, tomando pastillas, escuchando a Maharashi y sintiendo una tristeza que se contrapone -sólo en parte- con un sitio apacible y duro. Una ballena muerta, al definitivo vaivén de la rompiente, da cuenta de esta amarga belleza. Los únicos paraísos posibles, lo sabemos, son los paraísos perdidos.