El poder de la moda

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

PECADOS GLAMOROSOS

La carretera simula un terreno desértico inabarcable gracias al plano cenital del comienzo, que contrapone el avance casi imperceptible del pequeño micro con la inmensidad del espacio. Sin embargo, este no es el único juego que propone El poder de la moda (cuyo nombre original es The dressmaker) desde el inicio; por el contrario, ya en los primeros segundos se conforma un paralelismo entre un tiempo anterior protagonizado por dos niños insertados también en un lugar despojado y hasta tétrico y un presente evidenciado en el desplazamiento del vehículo por el camino mientras anochece.

El momento crucial, que habilita la detonación del juego y promete resolver la incertidumbre actual, es la bajada de una única pasajera a Dungatar. Para presentarla ya no se utilizan planos cenitales o recortes temporales, sino una descripción de la mujer en planos detalle: primero sus zapatos blancos con puntera negra; luego el maletín con las letras Singer; después los guantes blancos y un cigarrillo y, finalmente, su rostro. Con seducción y parsimonia ella se lleva el cigarrillo a los labios rojos y lo enciende mientras recorre con la mirada al almacén, la farmacia y la tienda de Pettyman. Entonces, exhala el humo y lanza al aire: “He vuelto, bastardos”.

Con el juego en marcha la directora Jocelyn Moorhouse se aprovecha de ciertas libertades para hacerlas interactuar, contrastarlas y producir cambios en el ritmo y tono de forma permanente, ya sea en el trabajo con el género o con el relato.

En el primer caso la película pasa por una variedad de géneros muy amplia como el melodrama, la comedia, el western y el grotesco, entonces se vuelve complejo situarla en uno de ellos. Por ejemplo, cuando Myrtle “Tilly” Dunnage (Kate Winslet) aparece en un partido con un vestido que realza sus curvas y provoca que el equipo contrario pierda o cuando la protagonista es acechada por los recuerdos borrosos de su infancia, en los que se ve envuelta en el asesinato de un chico y desterrada del pueblo.

En el segundo caso, Moorhouse se vale de la protagonista para construir a los demás personajes a través de su relación en el pasado por lo que ocultan o en los nuevos vínculos que afianza gracias a su destreza como diseñadora. Al mismo tiempo, intervienen como elementos fundamentales el deseo de venganza de Tilly y su creencia de que está maldita.

Si bien el trabajo de estos aspectos produce combinaciones y pasajes interesantes, el constante cambio y algunas repeticiones hacen trastabillar a El poder de la moda: en primer lugar, la reiteración de un hecho del pasado desgasta la historia a tal punto que puede dividirse en dos: una previa al acontecimiento y otra posterior como una suerte de copia agobiante; en segundo lugar, la pérdida de singularidad de los personajes; en tercer lugar, la revelación de los secretos del pueblo produce un desencadenamiento de venganzas, algunas de ellas inverosímiles y, por último, un final como variante del pasado, aunque en esta oportunidad intervienen la consciencia, la expiación y el azar como instancias superadoras.

Claramente la maldición actúa por partida doble: no es sólo Tilly la que replica “he vuelto, bastardos”, sino la concientización del pueblo de que la bastarda vuelve al hogar; un regreso purificador a gran escala y, por sobre todo, elegante.

Por Brenda Caletti
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