El poder de la ambición

Crítica de Diego Papic - La Agenda

Malabares con adoquines

El precio de la ambición es una mezcla de Fitzcarraldo con Wall Street en la que Matthew McConaughey exagera con su intensidad y sus tics.

Ya pasaron unos añitos desde que Matthew McConaughey se transformó en el actor de moda: el dueto Dallas Buyers Club-True Detective, sumado al breve e inolvidable papel en El lobo de Wall Street, fueron en 2013 y 2014. Después de eso, puso su voz en dos películas animadas (Kubo y la búsqueda del samurai y Sing ¡Ven y canta!) y protagonizó otra dos películas bastante flojas que se apoyaban exclusivamente en su trabajo: El valiente y The Sea of Trees, esta última dirigida por Gus Van Sant y no estrenada en la Argentina, aunque disponible en la internet para quien la sepa buscar.

No mencioné Interestelar, la ambiciosa y un tanto pomposa película de Christopher Nolan, porque va por otro lado: quizás porque se filmó antes de que McConaughey se llevara el Oscar, entre sus problemas no se encuentra la actuación afectada ni la búsqueda de artificio del actor. Pero hay que decir que de True Detective a esta parte, McConaughey parece empeñado o quizás involuntariamente destinado en hacer un Marlon-Brando-en-El-padrino en cada película.

El caso de El poder de la ambición es menos grave que el de algunas de sus películas más recientes, porque la de Stephen Gaghan tiene cierta fortaleza como para soportarlo. Es una historia de “fiebre del oro” pero en los años ‘80, una mezcla de Fitzcarraldo y Wall Street, aventuras en la selva y en las finanzas. En definitiva: riqueza palpable y riqueza intangible.

En su momento la iba a dirigir Michael Mann, después Spike Lee, pero cayó en manos de Gaghan, un tipo con algunas cucardas como guionista (todos recuerdan Traffic, y con razón, pero yo soy bastante fan de Reglas de combate, de William Friedkin, con Tommy Lee Jones y Samuel L. Jackson) y que había dirigido la interesante Syriana, aunque también con guión propio. Gaghan muestra cierta habilidad para manejar todo este material grandilocuente: el tema bigger than life, la selva Tailandesa donde se filmó y la persona misma de McConaughey. Es como si estuviera haciendo malabares con tres adoquines: no se le caen, pero no esperemos que se muestre elegante mientras realiza la proeza.

A una historia de ambición como esta le habría venido mejor un director más ambicioso: uno como el mencionado Werner Herzog o un Paul Thomas Anderson, en cuya Petróleo sangriento se mira un poco, aunque más no sea de refilón. De hecho, el director de fotografía es el mismo Robert Elswit, que se llevó un Oscar por su trabajo extraordinario en la película de Anderson y cuenta con un currículum impresionante.

Pero hay que decir que, más allá de todo esto, a Gaghan los adoquines no se le caen. Y resulta interesante ver una película que logra avanzar a pesar del lastre, un espectáculo en sí mismo. No resulta tan interesante, en cambio, verlo a McConaughey: ya desde la primera escena con Bryce Dallas Howard, cuando el drama no pide chiches actorales, lo vemos esforzado, inventando tics, McConaugheyándola.

Miro en la iMDB sus próximos proyectos y parecen interesantes en los papeles: en agosto será el Hombre de Negro en la versión cinematográfica de La torre oscura, de Stephen King; el año que viene estará en White Boy Rick, un policial dirigido por el francés Yann Demange, responsable de la serie Dead Set; y también figura en los próximos proyectos de Steven Knight y de Harmony Korine. Quizás sea demasiado pronto para decirlo, pero ojalá esas películas sean una resurrección.