El planeta de los simios: Confrontación

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

El peligro de ser demasiado humanos

El planeta de los simos: confrontación tiene momentos dramáticos y bélicos de alta intensidad combinados con cierta pereza narrativa.

Las diferentes versiones de El planeta de los simios –las cinematográficas y las televisivas– incurrieron siempre en una excesiva humanización de los monos. Sin dudas, esa es la clave de esta fábula contemporánea. Cuestionarla implicaría tachar con una equis ideológica todo el planteo argumental.

En esa fórmula ficticia, los simios y los humanos se parecen más de lo que están dispuestos a aceptar y ahí está el nudo de la cuestión de sus principales conflictos. La novedad que ha aportado esta nueva saga -que empezó en 2011 con la contundente – es remontarse al punto en que la humanización –y posterior rebelión– de los simios se hizo posible.

Una década después de aquel famoso combate en el puente de San Francisco, las cosas han mejorado para los simios, liderados por César (ahora el nombre del mono híper estimulado es todo un símbolo), mientras que han empeorado para la humanidad, devastada por un virus que ha matado a millones de personas.

El escenario de El planeta de los simios: confrontación, entonces, es retrofuturista y apocalíptico. La ciudad de San Francisco destruida y sin electricidad transformada en un refugio donde se juntan los sobrevivientes inmunes a la enfermedad letal (no inocentemente bautizada "fiebre de los simios").

La ambición de mantener bien alto la vara de calidad de la anterior película se nota desde el principio y se revela en el modo en que la historia se toma el tiempo de sondear en la complejidad psicológica de los personajes, en especial los masculinos. Entre los simios, César; su lugarteniente, Koba -nótese: el sobrenombre de Stalin–; y el hijo de César. Mientras que entre los humanos, la previsibildad del protagonista (el típico bueno norteamericano) se ve compensada por la ambigüedad de su jefe, interpretado por Gary Oldman.

Esa morosidad atenta contra el ritmo de lo que se supone que es un producto de cine de acción. Algo que podría tolerarse si el planteo inicial de la confrontación entre humanos y simios –formulada como un conflicto de "necesidades" (unos necesitan energía para sobrevivir; los otros quieren conservar su forma de vida)– derivara en una verdadera tragedia. Es decir, en una situación sin salida, donde no importan las malas ni las buenas intenciones.

Pero tal vez por temor a que una verdadera tragedia no fuera el mejor negocio para una superproducción, el director y los tres guionistas han optado por "villanizar" la conducta de algunos personajes de los dos bandos y así consiguen que la acción se oriente por los carriles de la moral convencional, que nunca es la moral de la política y mucho menos de la guerra.

Por fortuna –o justicia estética, si se quiere– se reivindican a último momento con una especie de salto mortal filosófico, mediante el cual le devuelven al cine de Hollywood algo que parecía perdido: el código de honor de los caballeros.

Claro que en las dos horas previas hubo una rara mezcla de momentos dramáticos y bélicos de alta intensidad combinados con cierta pereza narrativa para sintetizar los conflictos o mostrar de una manera menos obvia la distancia abismal y a la vez indiscernible que hay entre los hombres y los simios.