El peso del talento

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"El peso del talento": Nicolas Cage y la exacerbación de un estilo

Cage, que hace de sí mismo en su peor momento, cae en Mallorca para el cumpleaños de un traficante de drogas y armas.

Vaya uno a saber en qué momento exacto ese embrión de estrella que era Nicolas Cage a finales de los ’80 devino en el intérprete asalariado de mediados de los 2000, no sin antes bañarse de prestigio con un Oscar por Adiós a Las Vegas (1995) y protagonizar varios hits de taquilla de acción como La roca (1996), Con Air (1997) y Contracara (1997). Durante los primeros años del milenio, movido por las deudas fruto de una vida regida por el despilfarro y los gustos estrafalarios, el sobrino trash de Francis Ford Coppola empezó a aceptar cuanto guion le pusieran delante. ¿Calidad? ¿Qué es eso? 

Como Bruce Willis, Cage fue una caricatura de sí mismo, un sinónimo de aquello que supo ser y no fue más. Pero hace menos de una década, su carrera pegó un nuevo giro gracias a personajes hilados por la locura y una pulsión por el descontrol, cuando no por una angustia existencial y la soledad. A este último grupo pertenecen Joe (2013) y Pig (2019). Al primero, las muy recomendables Mom and Dad (2017), Mandy (2018) y Willy's Wonderland (2021). Es, entonces, un actor que, habiendo establecido relaciones carnales con el ridículo, resucitó de entre los muertos exacerbando su estilo. Un paradigma que lleva al extremo en El peso del talento, en que Nicolas Cage hace de…Nicolas Cage.

La idea de un actor interpretándose a sí mismo, desde ya, no es ninguna novedad, como demuestran JCVD (2008), centrada en un Jean-Claude Van Damme en caída libre profesional y personal, y la a estas alturas clásica ¿Quieres ser John Malkovich?, en la que un titiritero neoyorquino descubría un portal para entrar a la mente de, obvio, John Malkovich. Como aquellas, El peso del talento se caracteriza por su impronta metadiscursiva y un universo referencial que no va más allá de los trabajos y la (caótica) vida personal de quien se presta a un chascarrillo casi interno. Así ocurre con Cage, a quien la película encuentra cotizando a la baja, desesperado por volver a los primeros planos y con deudas que afloran tras sus pasos. Harto de perseguir a cuanto director parezca mínimamente interesado en darle trabajo, la oferta de un palito verde a cambio de viajar unos días con todo pago a la isla de Mallorca para asistir al cumpleaños de un millonario fanático de él asoma como un paliativo transitorio para su situación.

El encargado de aprobar la visita no es otro que un Cage rejuvenecido digitalmente y con mechas noventosas que hace las veces de voz de su conciencia, una de las tantas ideas destinadas a reforzar la vertiente paródica del asunto. Pero las cosas en la isla no son tan sencillas, porque Javi Gutiérrez (Pedro Pascal, que últimamente aparece hasta en la sopa), más allá de una simpatía que despierta una química instantánea entre ellos, se dedica al tráfico de armas y drogas, sin saber que los sabuesos del FBI están tras sus huellas. Y nada mejor para los federales que contactar a Cage para que haga de informante, iniciando así la segunda película que hay en El peso del talento. Si la primera funciona traccionada por la autoconciencia y la ausencia de límites a la hora de apelar al absurdo autoinfringido, la segunda, más cercana la comedia policial clásica, no escapa a los lugares comunes del género. El chiste de Cage haciendo de Cage, entonces, se agota unos largos minutos antes del inicio de los créditos finales.