El pescador y su mujer

Crítica de Leni González - Crítica Digital

Mirada ácida a un cuento tradicional

La directora alemana Doris Dörrie decidió actualizar la vieja historia del pescador y el pez de oro para hablar de su tema favorito: las relaciones entre hombres y mujeres, con cierto dejo feminista y con una perspectiva inteligente y con humor.

¿Y qué quieren las mujeres? Pasan los siglos con sus filósofos de cabecera y la pregunta continúa sin fecha de vencimiento. De esa galera surgen las comedias románticas, desde la más rosada hasta la más heavy, con las mil y una versiones de Cenicientas más o menos insaciables. Porque siempre habrá una madrastra, un caballero negro, un ogro o equis escollo del destino del que redimirse en aras de aquella soñada felicidad. Por supuesto que el punto de vista de ese cuento es masculino y hasta, a veces, un poquitín misógino: una que desea, que espera, que sufre y otro que provee, que satisface, que premia.

La genialidad de la cineasta alemana Doris Dörrie en El pescador y su mujer es pararse en una de esas historias tradicionales para contarla desde las cosquillas estomacales de una mujer, pero sin convertirla en un pasquín acerca de lo buenas que somos las chicas y sin tampoco perder la gracia de la comedia ni la profundidad del planteo.

La directora se basa en el cuento de los hermanos Grimm (primera mitad del siglo XIX) acerca de un hombre pobre que pesca un pez milagroso, capaz de conceder todos los deseos, capacidad que es explotada por la caprichosa esposa hasta cruzar un límite en el que el orden será, otra vez, restablecido. Pero Dörrie lleva el tira y afloja al siglo XXI y la cuestión se complica.

Ida (Alexandra Maria Lara, mejor actriz en el Festival de Milán 2006), diseñadora de telas, y Otto (Christian Ulmen), veterinario especialista en peces, son dos jóvenes que se enamoran en Japón y de los que conocemos algo de su pasado familiar gracias a dos pinceladas fílmicas dignas de la mejor economía de recursos (una habilidad “doméstica”, podríamos decir con un guiño feminista). Puro amor en un trailer de campamento hasta que, al poco tiempo, se dispara el gran dilema contemporáneo: ¿cómo sostener el deseo? En este caso, cómo manejar el desborde gánico de Ida frente al pasivo conformismo de Otto. El empate hegemónico lo rompe un ejemplar koi (que en japonés significa “pez” y “amor”) que vale millones y le cambia la suerte a la pareja. “Es como ganarse la lotería”, dice Ida, que logra encauzar su negocio de modas mientras Otto se queda en casa cuidando al bebé.

No es la infidelidad la salida rápida que Dörrie les da a estos personajes. Ambos tienen flirteos con estereotipos antagónicos como Leo (Simon Verhoeven), un sonriente señor dispuesto al consumo de alta gama, y Yoko (Young-Shin Kim), una novia que hace tortas caseras. Pero ninguno de los protagonistas quiere “eso” y Dörrie es capaz de contarlo con una fluidez jamás banal, combinando acidez y optimismo. No niega el amor, no lo contamina con la ambición ni lo reemplaza por la resignación, pero nos dice alzándose de hombros que es complicado.

Para reflejar ese humor, los peces forman parte de la historia como copersonajes paralelos que opinan sobre sus sinsabores y están presentes en el estampado de las telas diseñadas por Ida. Toda la película es un diseño de colores, una mezcla de tonos para buscar el exacto. Y Dörrie lo consigue, aun sabiendo que la vida no lo permite.