El perfecto David

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Madre, hijo y un cordón que no se rompió

Mauricio Di Yorio y Umbra Colombo protagonizan la historia de un muchacho cuyo cuerpo es moldeado a través del entrenamiento físico por su madre artista plástica.

David nunca sonríe. Ni en el gimnasio, ni en el colegio, ni en su casa. Se cuida. No va a fiestas para no tentarse con bebida o sexo. Sigue una dieta estricta. Se acuesta temprano, se levanta temprano. Se avecina una competición y debe estar en forma. Fisicoculturista, David no es una persona sino una máquina. No vive: sufre. Casi no habla, frecuentemente se lo ve cabizbajo, siempre triste. ¿No hace lo que le gusta? La omnipresencia de la madre, que además de dejarle la comida en el freezer hace de manager, entrenadora puertas adentro y motivadora, lleva a pensar que tal vez no sea él quien quiere seguir inflando su cuerpo de músculos. David debe andar por los 18, pero en presencia de la mamá no se rebela ni pega portazos. Es como si entre ella y él todavía hubiera un cordón que no se rompió.

Más que la narración de una historia en sentido clásico, El perfecto David es un film impresionista, un estudio de personaje. Como el personaje (está demás decir que Mauricio Di Yorio tiene el perfecto physique du rol) es un bloque de granito, el estudio no es interiorizado. Consiste en el “mero” registro de sus actividades, sus gestos, su esfuerzo al límite cuando levanta un par de pesas. Pero no se trata de un “mero” registro, porque esos hechos, esos músculos, esas escasas actividades fuera del gimnasio, hablan por él. Entre el grupo de amigos hay uno al que le gusta plantear situaciones extremas, al estilo de la famosa opción “Si estuvieras en un bote con tu papá y tu mamá y el bote se estuviera hundiendo, ¿a quién tirarías?” El muchacho lo traduce a una versión guarra. “¿Qué preferís, chupar una pija uno, dos minutos, o que te rompan el orto?” Es una trampa: sea cual sea la respuesta, la conclusión es la misma. “¡Puto!” Los chicos de colegios para pocos no suelen ser muy inclusivos. David es el único del grupo que no se ríe del chiste.

Cuando llega a su casa, la madre, Juana (Umbra Colombo, excelente) lo recibe con un “¿Hiciste hombros?”. Toma un centímetro y se los mide. “El derecho mide un centímetro más que el izquierdo”. El realizador debutante Felipe Gómez Aparicio (Buenos Aires, 1977; ver entrevista) tiene la suficiente delicadeza para no convertir a la madre en una bruja. Es sólo distante. Pero le está encima. Sin embargo, su presión es suave, no necesita de gritos. Como su hijo, Juana no ríe jamás. En esa casa parecen estar de duelo. Al padre ni lo nombra. Cuando Juana para medir el ancho del torso rodea el cuerpo de David por detrás, la cosa se pone ambigua. La ambigüedad sexual no corre sólo para ellos. Al celibato de alta competición de David se le suma una escena en un vestuario, en la que otro atleta pasa por delante de él, desnudo, y él lo mira pasar. Pero en este punto Gómez Aparicio también es elíptico, no explicita.

Por una vez, el tic fotográfico contemporáneo de filmar todo oscuro -de modo que a veces hasta una playa del Caribe al mediodía parece Londres en invierno- está utilizado en función dramática: la penumbra en la que se sume a David es propia de él. No se nota en absoluto que Gómez Aparicio provenga de la publicidad: no hay en la película ni un brillito de más, ninguna imagen de ésas que suscitan la expresión “¡Ay, qué linda!” Todo es seco, austero, despojado. Incluido el montaje, tan preciso como un entrenamiento. No hay modelos sino personajes con volumen y éste no es sólo físico. El realizador parece tener del todo claro qué quiere filmar y cómo. El perfecto David es breve, compacta como un músculo. La puesta en escena semeja a la de La noche, la película de Edgardo Castro en la que el protagonista pasaba de un pene en primer plano a una fellatio en primerísimo primer plano. Allá se trataba de cuerpos deseantes, independizados de todo romanticismo (tristes también en el fondo, como David). Aquí, de un cuerpo hecho para ganar, para desproporcionarse hasta volverse ridículo o monstruoso. Un cuerpo trabajado para complacer a otros u otras.