El Patalarga

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"El patalarga": héroes sin superpoderes

“Su cara es de rata, olor a comadreja, sus patas son de cabra, su hambre de ballena”, reza la melodía dedicada a El Patalarga, el monstruo –primo cercano de El hombre de la bolsa– con el que los mayores asustan a los pequeños para obligarlos a dormir la siesta. La ópera prima de la realizadora argentina Mercedes Moreira parte de un idea estética atípica, no tanto por la concepción y manufactura en sí misma como por su oposición a las reglas de la animación infantil mainstream. Al menos la destinada a las salas de cine: en muchos productos televisivos la radicalización formal y narrativa suele ser más corriente. En lo que podría definirse como una suerte de doblaje inverso, el proceso creativo tomó como origen las voces de los talentos (Favio Posca, Peto Menahem, Inés Efrón, entre otros) para realizar sobre ellas el trabajo de animación, al tiempo que los trazos de las figuras y sus movimientos remiten inevitablemente al de las marionetas. El uso de fotografías reales para algunos objetos y fondos, como así también para animar los labios y dientes de los personajes, terminan conformando un universo audiovisual atractivo, precisamente por su rechazo a las formas y prácticas imperantes.

La historia de El Patalarga –sencilla y sin demasiadas pretensiones, metafóricas o de otra índole– podría llenar las páginas de un libro infantil. Los protagonistas cursan los últimos tramos de la escuela primaria en un tranquilo pueblo del interior; son tiempos modernos y nadie cree ya en la leyenda negra del pueblo, aunque, ante la duda, los más chiquitos prefieren meterse en la cama a dormir la siesta antes que comprobar la veracidad de esos dichos. Excepto Teto, Maru y Ramón, quienes luego de algunas dudas y discusiones deciden investigar en el bosque cercano el origen de una extraña presencia que anda acechando en un callejón. El verdadero villano de la película no será la criatura en cuestión –un hombre de extrañas facciones que parece salido del contingente de freaks de Tod Browning– sino, convenientemente, el mismísimo intendente, un político de casta que además parece ser el hombre más rico del lugar.

A partir de ese momento, el trío se transforma en un auténtico equipo de héroes sin superpoderes, además del último reservorio social de la defensa al derecho a ser diferente. Pensada sin duda para un grupo de espectadores de una edad inferior a los dos dígitos, la película ofrece, sin embargo, sus buenas dosis de guiños para los adultos acompañantes, con frases y referencias a tipos sociales fácilmente distinguibles (el papá ecologista, new age y vegano se transforma en gag recurrente). Si el “mensaje” es previsible y definitivamente biempensante, Moreira y su equipo de animadores se toman el trabajo de transformar la materia prima narrativa a partir de esa regla básica de la animación: a diferencia del cine con seres de carne y hueso, la estilización de las imágenes permite que hasta la fantasía más extrema parezca posible dentro del rectángulo de la pantalla.