El país de las últimas cosas

Crítica de Rodolfo Bella - La Capital

El amor en un mundo en vías de desaparición

Transformar literatura en lenguaje audiovisual siempre es un desafío, pero el director Alejandro Chomski asumió el riesgo y logró un buen resultado con su adaptación de la novela “El país de las últimas cosas”, escrita por Paul Auster en 1987. Otro desafío es el narrador en off, sobre todo cuando se expresa en primera persona, un recurso que le quita, en parte, la posibilidad al espectador de sumergirse libremente en la trama. En el caso de este filme que es como una larga reflexión sobre la desolación de un mundo acabado, el tono bajo, sombrío y monocorde de la actriz protagonista contribuye a la atmósfera de una adaptación tanto o más difícil que la que hizo Chomski con la novela “Dormir al sol”, de Adolfo Bioy Casares.

La protagonista es Anna, una joven que viaja a una ciudad casi en ruinas -en parte por las demoliciones y en mayor medida por la desidia- en busca de su hermano, un periodista desaparecido en medio del caos político y social. Una cita de Nathaniel Hawthorne introduce al espectador en el inicio de la película en lo que verá a continuación: “No hace mucho tiempo, penetrando a través del portal de los sueños, visité aquella ciudad de la Tierra donde se encuentran la famosa ciudad de la destrucción”. Esa destrucción es extensiva objetos, personas y cualquier tipo de organización social que fue reemplazada por un poder autoritario e inhumano, al punto que los cadáveres son usados como combustible para hacer funcionar la ciudad y donde predominan dos sectas, la de los que corren hasta caer muertos y la de los que se suicidan arrojándose desde los techos para luego ser cargados en un camión recolector de basura.